Recurro a Maturana y descubro, degustando unas Tripes a la Lyonnese, que he vuelto a ser un legítimo otro. Esto ocurre en casa de mi amigo Alberto, en el debut para nosotros de la mano de quien cocina, proveniente de Fresia, Región de Los Lagos. Es el propio Alberto quien nos advierte sobre todo el asunto.
Y claro, cómo olvidar cuando un joven salubrista recién llegado a nuestro programa en la facultad me envió a descansar a mi sarcófago, señalándome que nuestros tiempos ya se habían terminado. Un golpe brutal que me dejó mudo por semanas, sobre todo cuando tal cosa ocurrió tan inesperada y sorpresivamente y frente a todos mis colegas, que guardaron cómplice silencio. Estuve meses sin atreverme a emitir ahí opinión alguna sobre las materias de interés para la salud pública como estaba acostumbrado, por temor a ser objeto de una cruel cancelación por no subirme a la juvenil corriente principal a la que mis colegas parecían adscribir. En fin, el horno no estaba para bollos.
Y cómo olvidar también cómo es que fue desenvolverme en mi familia, en un rincón de la mesa, como las arañas, cuando lo que dijera podía ser calificado por mis hijos y yernos -no todos por favor, no se tome literalmente- como delirios fascistoide producto de mi avanzado envejecimiento y, a consecuencia de lo mismo, de mis limitaciones para cogitar, supongo yo. Entonces también decidí enmudecer, pensando que efectivamente tenía razón mi colega de la facultad y mis tiempos ya habían cesado. Y me refugié en mis columnas. En mis columnas de opinión, no como Sansón después de la traición de Dalila, en el templo romano.
Reclamé en mis columnas por un espacio para expresar nuestro legado -el de mi generación-, nuestra valiosa experiencia según yo, 30 años incluidos, especialmente cuando había llegado para los jóvenes el momento de gobernar. Lo hice con cierta prudencia, aun cuando no me inhibí en ser lo suficientemente claro. En la práctica, era una tímida oferta.
Hasta que vino el plebiscito de salida -yo estaba fuera de Chile, de vacaciones programadas con mucha antelación, debo confesarlo, así es que no sufragué- y se vino cierto mundo abajo. El rechazo a lo que se proponía a los ciudadanos arrasó en los resultados y al volver a mi país descubrí que había vuelto a ser un otro, un legítimo otro. Sentado en mi rincón de la mesa dejé de experimentar el exilio y el frío congelamiento al que me había acostumbrado. Estaba de vuelta, como bien dijo mi amigo Alberto. En la facultad también me sentí más cómodo, aunque allí hoy poco se habla del asunto. Pero mi voz ha vuelto a ser fuerte y clara, como la voz de los demás.
Antes del plebiscito, pistoleros obstinados en dispararle a la propuesta constitucional en materia de salud me invitaban a expresar mi opinión y yo ocasionalmente concurría. Ahora, obstinados diseñadores de las políticas públicas me han invitado de nuevo, esta vez para construir el futuro.
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