Un triunfo estudiantil es necesario

Este gobierno no está cuidando nuestra democracia como se debe. De hecho los riesgos están aumentando a diario, producto de que las demandas sociales no están siendo procesadas bien y a tiempo.

Producto de ello, se está dando el espacio suficiente como para que una parte de quienes se movilizan se radicalicen y se inicie un espiral que deteriore nuestra ya deteriorada convivencia.

La frustración colectiva que asoma a la puerta puede ser una de las herencias perdurables de la administración Piñera.

Al final nos podemos encontrar con un gobierno que no cumplió con sus promesas, un sistema político que no se mostró receptivo a una amplia movilización ciudadana, y a muchos ciudadanos que se manifestaron mucho pero que consiguieron (en su opinión) muy poco.

Si algo ha de salir bien y perdurar en el tiempo, no ha de provenir de la cúpula del poder. Al menos, es seguro que no bastará con decisiones administrativas. Para cambiar para mejor, hay que querer cambiar, reconocer defectos y errores, y esta actitud definitivamente no es la especialidad de Piñera.

Pero algún actor relevante ha de aprender la lección del momento, y ese alguien debe ser la oposición.

De hecho hay un signo de esperanza que hay que mirar atentamente. Me refiero a una doble actitud convergente el movimiento social está politizando sus demandas, y los partidos opositores están “socializando” su agenda de atención preferente.

No faltan quienes ponen la confianza en una recuperación del gobierno. No es de extrañarse. La idea de que la recuperación económica y otras buenas noticias terminarán por repercutir en un repunte oficialista es un anhelo-pronóstico que se viene repitiendo desde hace varios meses.

Pero las esperanzas no tienen un fundamento sólido. No se trata de saber si al país le está yendo bien en distintos rubros.

Se trata, más bien, de tener la certeza de que el gobierno tiene la capacidad política de capitalizar las buenas noticias que se produzcan a su favor. Y, desde el rescate de los mineros, la incapacidad de traducir bienestar en apoyo ha sido la constante en el Ejecutivo.

Por lo demás, un exceso de optimismo parte del supuesto falso de que bastan buenas nuevas para repuntar. Lo cierto es que el desgaste acumulado tiene un efecto muy fuerte que ya se está haciendo sentir. Una cosa es frenar el deterioro y otra es revertir la situación para mejor y de manera estable.

El desgaste no es un suceso: es un proceso de desesperanza aprendida. Se expresa en una convicción de que hay problemas que no pueden ser superados, y cuando se llega a ese convencimiento, no se revierte con ocasionales repuntes.

Además, un buen resultado de gobierno no quiere decir simplemente que se evita el desgaste y que ya no se baja más en las encuestas (eso ya es casi imposible).

Hay que medirse con las expectativas que se crearon en un inicio. Y, de ser así, se ve que ya la recuperación efectiva es imposible: este gobierno quería ser, ni más ni menos, que la mejor administración de la que teníamos noticias, y eso ya está claro que no lo es.

A lo que más hay que temerle es a que el movimiento estudiantil termine su etapa de alta movilización sin haber conseguido resultados palpables. Se puede terminar una movilización con el gusto de haber conseguido menos de lo que se esperaba.

Pero la frustración no es ninguna salida. Al revés, eterniza el conflicto aunque remitan las manifestaciones públicas por un tiempo.

Nada se ha solucionado si los estudiantes sienten que se ha jugado a esperar la declinación natural de sus manifestaciones, sin la voluntad de acoger, aunque sea en parte, sus demandas.

Hay que percibir los signos evidentes de lo que viene. Las movilizaciones se están desgastando, es cierto, pero el movimiento se radicaliza entre los que permanecen intentando mantener tomas, paros y movilizaciones a un precio que saben alto.

En la práctica se está abriendo el camino a la violencia por ausencia de un diálogo conducente a resultados aceptables. Es más, en esto el tiempo juega en contra de un bien superior que debiera preocupar a todos, pero en especial a las autoridades públicas: preservar un sistema de convivencia legitimado socialmente.

La política se está deteriorando por falta de autoridad. Este gobierno tiene el discurso de la eficiencia y la práctica de la ineptitud. Eso el país lo está pagando caro.

Las movilizaciones sociales están cambiando de actor, pero están partiendo del grado de radicalidad que había alcanzado hasta este punto. Los universitarios están siendo reemplazados por los secundarios y estos por los damnificados del terremoto. Otros seguirán. No se trata de un plan orquestado. Se trata del resultado lógico de un gobierno sin norte, que elevó las expectativas al máximo y supo responder con menos que lo mínimo.

Por eso encontrar soluciones se ha vuelto un tema de todos. No se trata de hacerle la pega al gobierno. Se trata de no debilitar la democracia. De hacer que la confianza pública no se pierda en un mar de dudas y de confusiones. Mucho depende de saber actuar a tiempo.

La forma como el gobierno termine de enfrentar el movimiento estudiantil será decisivo no solo para su alicaído prestigio sino para el conjunto del país. Nada se conseguirá en base a establecer diálogos demorosos, inconducentes, parciales y segmentados.

Pero si no cede nada, ni no cambia nada, si los estudiantes nada consiguen, entonces estará cosechando vientos y todos cosecharemos una tempestad. Hasta un gobierno mediocre e improvisador como este debiera comprenderlo.

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