Cuando recientemente el Papa reunió a los obispos chilenos en Roma, les dijo, “Los problemas que hoy se viven dentro de la comunidad eclesial no se solucionan solamente abordando los casos concretos y reduciéndolos a remoción de personas; esto –y lo digo claramente- hay que hacerlo, pero no es suficiente, hay que ir más allá…”
Al aceptar la renuncia de Juan Barros, las palabras de Francisco comienzan a hacerse realidad. Sin embargo, lo que era una noticia esperada, sorprendió con la salida del arzobispo de Puerto Montt, Cristián Caro, y la del obispo de Valparaíso, Gonzalo Duarte.
Esta vez, lo resuelto deja en evidencia una contundente decisión que demuestra que el Papa ha tomado el control absoluto, asesorado estratégicamente, en un tema donde no hay lugar para equívocos. Es evidente que lo anunciado se ha resuelto en Roma, sin intervención alguna desde Chile ni desde la Nunciatura.
La decisión apunta a dos frentes de acción muy precisos y distintos. Por un lado, está la Iglesia de Osorno y por otro la Iglesia de Valparaíso. En ambos casos, se trata de una señal anticipada a la llegada de los emisarios del Papa, el arzobispo Charles Scicluna y el padre Jordi Bertomeu.
El mensaje a la Iglesia de Osorno está dentro de lo esperado, pero contiene un elemento de sorpresa, como es la renuncia aceptada al arzobispo de Puerto Montt, cuya salida, más allá de tener la edad cumplida para su retiro, resulta estratégica para asegurar una exitosa misión de los emisarios papales en Osorno.
En efecto, la diócesis de Osorno es “sufragánea” del Arquidiócesis de Puerto Montt, por lo que al despejar a esa Iglesia de su arzobispo, las condiciones de reconciliación y de comunión de la Iglesia de Osorno con Roma son favorecidas, especialmente dentro del laicado, que en el transcurso del conflicto con Barros tuvo profundos desencuentros con el arzobispo de Puerto Montt.
Así, lo resuelto es una prolija decisión vaticana orientada al mayor bien de la Iglesia de Osorno.
En el caso de Valparaíso, la situación es muy distinta, y sorprende porque el cambio anunciado no estaba en las prioridades esperadas, en el contexto de la crisis de la Iglesia chilena.
Nuevamente, la decisión vaticana, más allá del hecho noticioso, está comunicando un mensaje severo y estricto al episcopado chileno, que luego de la reunión con el Papa en Roma, parece no comprender la profundidad de la transformación que él pretende implementar en la Iglesia chilena.
De hecho, la decisión de remover al obispo de Valparaíso, es una respuesta contundente al blindaje colegiado que se estaba tejiendo en torno a la persona del obispo Duarte, a raíz de antiguos y conocidos escándalos que habían permanecido sin sanción.
Las presiones episcopales se ejercían al más alto nivel, a través del Área de Pastoral de Comunicaciones de la Conferencia Episcopal, que el sábado 9 de junio había declarado por la prensa que “no hay ninguna investigación en curso … ni tampoco en el pasado”, contra monseñor Gonzalo Duarte.
Tales hechos, llevaron al padre Francisco Javier Astaburuaga a declarar en el mismo medio, el domingo 10 de junio, que “sí existen documentos formales en los cuales se le denuncia por abusos de poder, de conciencia y de acoso sexual.”
Se configura así un hecho inédito en la historia reciente de la Iglesia chilena, donde un sacerdote diocesano entra en discrepancia, abierta y públicamente, con superiores de la alta jerarquía.
Hay que recordar que el padre Astaburuaga fue quien escuchó y acompañó tempranamente a las víctimas de Karadima, en virtud de lo cual fue invitado por el propio Papa a Santa Marta para compartir, en reserva, esa triste historia de su vida sacerdotal. Entonces, al tenor de su carta publicada, es evidente que, al hacerlo, él actúa legítimamente empoderado.
Todo indica que las declaraciones de la Conferencia Episcopal y del padre Astaburuaga fueron conocidas en Roma, desencadenando una decisión lapidaria y ejemplar en menos de 24 horas.
Luego, todo indica que la política de “tolerancia cero” de Francisco, contra los abusos del clero, ha dejado de ser un eslogan, para convertirse en una realidad implacable.
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