Cuando se trata de controlar enfermedades de alta frecuencia es habitual que se proponga un marco legal que permita su prevención y curación a través de medidas sanitarias que tienen implicancias para las personas y la comunidad.
También para el gobierno que debe diseñar y poner en marcha estrategias de salud pública que tengan permanencia y continuidad, para los seguros de salud que deben disponer de recursos que financien las acciones. Cuando la enfermedad es prevalente y causa de alta mortalidad, estas iniciativas legales deben ser bien fundamentadas y gozar de consenso social y político.
Este año hemos conmemorado la dictación de leyes trascendentes como la de medicina preventiva que propuso la fórmula para controlar la tuberculosis y la de Madre y Niño que estableció las bases para disminuir la desnutrición y la mortalidad infantil a través de la alimentación complementaria.
Ambas exitosas iniciativas fueron producto del genio médico social de Eduardo Cruz Coke durante el gobierno de Arturo Alessandri Palma en 1938, poco antes de terminar su mandato.
Las leyes en el ámbito de la salud pueden afectar la libertad y autonomía de las personas ya que eventualmente obligan a su notificación y comprometen la confidencialidad, limitar su movilidad por algún tipo de aislamiento para prevenir contagios o por la inmunización exigible. Las comunidades también sufren limitaciones por razones semejantes, además del impacto en inequidad y mayor gasto.
En el caso del cáncer, enfermedad compleja y de difícil control, se proyectan para Chile por la Organización Mundial de la Salud (GLOBOCAN) 53.365 casos nuevos para 2018, junto con 28 443 muertes y una prevalencia a cinco años de 135.618 personas sobreviviendo con la condición. Como causa de muerte es ya la primera en cinco regiones del país.
Esta enfermedad ha provocado avances en las políticas con interesantes resultados en la prevención, progresivas restricciones en el consumo de tabaco, diagnóstico temprano en cánceres de la mujer y asignación de recursos para concretar garantías (AUGE, Ley Ricarte Soto para medicamentos de alto costo).
Todo sumado, sin embargo, deja espacios de tremenda inequidad y confusión entre los diagnósticos y los medios de intervención, abriendo oportunidades para el aumento de las brechas a través del uso no regulado de los recursos.
En esto último resulta más dramático aún cuando las familias y las comunidades incurren en gastos gigantescos para sufragar procedimientos no siempre efectivos.
Al no existir una cultura de la racionalidad que haga el balance entre la efectividad y el costo de los medios usados, caemos en una situación de suyo más compleja.
Así ocurre con la llamada judicialización de la medicina, tendencia global que agrava un asunto de por sí difícil al intervenir desde los tribunales en el intento de dirimir derechos fundamentales relacionados con la salud.
Este conflicto de competencia, junto a varios otros aspectos, hacen indispensable contar con un marco jurídico para enfrentar el cáncer con racionalidad y amplitud.
Hay asuntos de investigación, de registros poblacionales y hospitalarios, de participación de la sociedad civil y alianzas público-privadas, de análisis de costo-efectividad, de formación de recursos humanos y muchos más, que se harán mejor con una Ley General de Cáncer.
Ya existe una moción parlamentaria de hace varios años que cuenta con apoyo transversal en el congreso, el ministerio de Salud trabaja un nuevo Plan Nacional de Control de Cáncer que está pronto a salir con la colaboración de muchos y el presidente Piñera ha comprometido públicamente su apoyo para la moción parlamentaria mencionada.
Es el momento de la acción para sacar participativamente este proyecto de ley para mejor control del cáncer en Chile.
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