¿Soumission académica?

Hace unos días, un buen colega académico volvió de Europa. Conversamos largamente sobre esas percepciones que uno siente en el cuerpo mucho antes de poder explicarlas. Me cuenta que Londres y París -que antaño parecían impolutas vitrinas del canon occidental- hoy exhiben un nuevo mosaico urbano donde conviven, con naturalidad desconcertante, turistas nerviosos, oficinistas apurados y un oleaje de burkas que contrastan con la arquitectura haussmanniana. Todo aquello, como si alguien de forma cruel y burlesca, hubiese decidido mezclar dos novelas históricas que jamás debieron compartir estante. No es, me explica tranquilamente, una escena de conflicto, sino una percepción de algo más inquietante. A todas luces, se asemeja más bien a esas épocas históricas descritas por Spengler en las que una civilización entra en una fase crepuscular, no por derrumbe repentino, sino por lenta mutación de sus códigos culturales.

Esa impresión inicial, permite comprender mejor el corazón del problema y preguntarse incómodamente: ¿Estamos ante una exageración occidental, hija de nuestras ansiedades evolutivas? ¿O es la antesala de un conflicto cultural profundo, una suerte de guerra santa posmoderna, sin caballeros ni cruzados, pero con redes sociales e influencers?

Michel Houellebecq capturó esa incomodidad con lúcida precisión en su novela "Soumission" (2015), donde François -un académico de La Sorbona- termina capitulando ante los nuevos regentes musulmanes de la universidad. Pero François se subordina no por violencia, sino por tedio, lo hace por conveniencia y por cierta melancolía espiritual. Lo notable no es la fantasía política de la novela, sino su insinuación, casi profética, de que las transformaciones culturales no siempre llegan con estrépito, pues en ocasiones suelen entrar por la puerta lateral, mientras miramos hacia otra parte.

Y si tanto la academia -ese recinto profano donde lo sagrado es el pensamiento y no la teología- como el académico -ese ser creyente en que las ideas bastan para ordenar el mundo- pueden diluirse sin resistencia, ¿qué no podría hacerlo?, interpela mi colega. No se trata, como se podría pensar entonces, solo de miedo psicológico. Se trataría de una "reconfiguración lenta pero estructural de las normas de convivencia", mediante la cual, según el sociólogo alemán Ralph Ghadban, minorías activas y mayorías desorientadas negocian, día a día, qué significa vivir juntos. No es, por tanto, la narrativa apocalíptica de un choque final, ni tampoco el sueño multicultural ingenuo y burdo de los años noventa, pero ¿será un experimento histórico cuyas variables aún desconocemos?

En el intertanto, países como Polonia e Italia ensayan discursos más firmes sobre identidad y soberanía cultural. Podrían parecer anecdóticos -una molestia diplomática más en Bruselas-, pero la historia nos recuerda que las mutaciones civilizatorias rara vez comienzan con cañones, ya que primero cambian los imaginarios, después las instituciones. Y aun cuando Europa ha enfrentado antes grandes oleadas culturales, como la cristianización tardía, la reforma protestante o la inmigración poscolonial, es bueno recordar que de ninguna de ellas salió inmaculada.

La ironía, claro está, es que quizás lo más occidental que Occidente conserva sea precisamente su tendencia a anunciar su propio fin con cierta coquetería intelectual. Pero reducir el asunto a histeria colectiva sería irresponsable. Igual que en la Francia distópica de "Soumission", lo que está en juego hoy no es tanto la religión, sino el sentido de continuidad histórica, la idea misma de que el proyecto occidental es reconocible a través del tiempo.

¿Qué hace entonces la academia? Quizás su tarea no sea defender una identidad fija, sino preservar la capacidad de pensar críticamente en medio del cambio, de hospedar la complejidad, pero sin capitular ante la comodidad ideológica.

La academia del siglo XXI, que a algunos nos gustaría ver, sería aquella alérgica a la enseñanza de certezas y más cercana a la lucidez. A aquella lucidez necesaria y a veces dolorosa, cuyo único consuelo es la conciencia -también lúcida- de haber comprendido un poco mejor el mundo y a nosotros mismos. Es decir, una Academia que nos haga ver un mundo que está cambiando y, aun así, que nos haga participes de su construcción sin resignarse a la nostalgia, ni menos que claudique a esa Soumission académica.

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