Gauchos judíos

Llueve. Parece un diluvio. Hace sólo instantes brillaba un sol que encandilaba pero de un minuto a otro el cielo se torna gris, y luego virtualmente negro.

En el horizonte un resplandor ilumina. Son relámpagos de increíble dimensión, como si un meteorito se estrellara. Parece que anochece en estas lejanas tierras del norte de la provincia de Santa Fe, en Argentina.

El silencio del campo envuelve sobrecogedoramente, solo interrumpido por atronadores truenos.

Pensar que hace sólo unas horas sentado en la galería de una tribuna techada el ruido, el barullo, de centenares de gauchos participando de un remate en la sociedad rural de San Cristóbal, apenas permitía concentrarse.

Es un remate especial, miles de terneros nacidos este pasado invierno son disputados entre los presentes.

El martillero es un artista que micrófono en mano trata de persuadir a los gauchos que aumenten su oferta. Hay que aprovechar dice, después de la reelección de Cristina nadie sabe que ocurrirá.

Agrega, “para que tener plata en el banco, ¿o se olvidan del corralito? Mejor tener estos terneros en vuestros corrales, no sean boludos”.

Y así, lote tras lote van siendo adjudicados.

Uno se lo lleva el gringo del fondo –aquí le dicen gringos a los inmigrantes piamonteses- y otro se lo lleva Blumenthal, el siguiente es para Ariel dice el rematador, y nuevamente Blumenthal.

El último lote –el corral 78- compuesto de 12 terneros que no pesan más de 160 kilos es para Naum anuncia satisfecho el martillero.

Los gauchos de extraños apellidos sacan cuentas. No saben si pagaron o no buen precio. Dudan. Se quejan. Afirman que el mercado ganadero esta intervenido.

Que a expensas de ellos Cristina busca mantener bajos los precios de la carne para el consumo interno. Por eso es mejor dedicarse a la Soja.

Mal que mal, Argentina, otrora el granero del mundo, se ha transformado en uno de los grandes productores mundiales de soja abasteciendo a los inagotables mercados asiáticos.

Sin embargo estos gauchos se resisten. La mayoría de ellos tiene un denominador común que se intuye a partir de sus nombres y apellidos. Son gauchos judíos.

Son hijos, nietos y bisnietos de los primeros inmigrantes judíos que llegaron a la Argentina a partir de 1870 aproximadamente. Venían arrancando de las persecuciones zaristas en Rusia y Ucrania.

Son hijos, nietos y bisnietos de aquellos que dejaron atrás pueblos como la imperecedera Anatevka del “Violinista en el Tejado”, para reiniciar sus vidas en la pampa argentina, en la “Cuenca del Salado”, transformándose sin proponérselo en gauchos ganaderos. Muchos llegaron de Proskurov y Odessa, a orillas del mar negro.

Entre ellos, un grupo de 824 personas -136 familias- desembarcaron del vapor Wesser un día 14 de agosto de 1889 en el puerto de Buenos Aires, y tras haber sido defraudados por un supuesto agente del gobierno argentino que les había vendido campos en Europa, partieron hacia el norte.

Al llegar a destino, se alojaron en un galpón junto a la línea del ferrocarril durante semanas.

Varias familias se establecieron en viejos y destartalados vagones de carga. Abandonados a su suerte, carecían de casas y campos, no poseían siquiera implementos de labranza. Tampoco alimentos.

De ahí en más surge una historia de hambre, soledad y sufrimiento sin fin que da paso a la creación de pueblos enteros donde se asientan estos inmigrantes.

Destaca sin lugar a dudas Moisés Ville, para muchos la Jerusalem de la Argentina, una pequeña aldea judía que llegó a tener 6000 habitantes a mediados del siglo pasado, y que hoy como si la modernidad nada alterara con orgullo resiste estoicamente, pese a que muchos de sus hijos se marcharon a las grandes ciudades o inmigraron tras la creación del estado de Israel.

Amaina la lluvia y camino unas cuadras a la panadería de Urban que todavía funciona con un horno a leña.

Paso por la Biblioteca Municipal Baron Hirsch, por el Teatro Municipal Kadima (que en hebreo quiere decir “adelante”), una verdadera joya arquitectónica, por la restaurada sinagoga principal y la deteriorada Sinagoga Obrera.

El propio Urban me atiende, “¿Cómo estás chileno?, ¿llevarás Kamish, leicaj y strudel como lo hacía siempre tu padre?”.

No puedo resistirme y así lo hago, repito la rutina de mi padre como queriendo reafirmar su presencia, como queriendo decir que mi querido viejo, un verdadero gaucho judío sigue más presente que nunca.

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