Parece haber terminado la ilusión del actual gobierno de lograr un buen crecimiento por el solo hecho de hacerse cargo de la administración con una orientación pro-empresarial. Se suponía que ese crecimiento facilitaría, además, la gobernabilidad. Y una suerte de proyección automática en el poder frente al fin de la coalición mayoritaria que gobernó en el pasado, hoy dividida y sin capacidad de proponerle al país reformas institucionales, económicas y sociales creíbles y que inspiren una oposición constructiva.
Por la fuerza de los hechos, sin embargo, la idea según la cual los mercados resuelven los principales problemas de las sociedades humanas se encuentra en retroceso.
Sin control democrático, los mercados agravan hoy tres de los problemas sociales básicos: la incapacidad de creación de empleo suficiente y decente en contextos de cambios tecnológicos acelerados, las desigualdades injustas que llevan a que muchos vivan en medio de grandes carencias evitables, y la depredación de los ecosistemas.
No obstante, el neoliberalismo se ha arraigado en Chile desde los años setenta de un modo inusual, al punto que en la derecha todavía persiste la idea de Von Hayek según la cual lo único que vale es liberalizar los mercados, para lo cual incluso las dictaduras se justificarían.
El mantra es la libertad económica, aunque sea al precio de la desigualdad, la concentración y la depredación, es decir la pérdida de la libertad real.
Una música de fondo de ese tipo es la que se ha escuchado en los alegatos empresariales frente al no avance en el parlamento de la contra-reforma tributaria y laboral o del proyecto de fortalecimiento de las AFP.
Otros, que adhirieron en el pasado a modelos económicos no liberales, hoy piensan que no hay mucho que hacer frente al capitalismo, es decir la acumulación privada ilimitada de capital como motor económico. Supuestamente no habría otras alternativas.
En la historia contemporánea, a partir de la extensión de la economía de guerra previa a la revolución rusa de 1917, sí ha existido una alternativa al capitalismo consistente en la estatización generalizada de los medios de producción y la fijación centralizada de precios y cantidades a producir. Algunos aún denominan ese esquema como socialismo y otros como autoritarismo de economía centralizada.
Esa fue - todavía sobrevive marginalmente en algunas partes o intenta instaurarse en otras - una organización económica dominada por una clase burocrática con algunos resultados sociales pero con nuevos privilegios y una notoria falta de dinamismo económico.
Demostró no tener una vocación socializadora, pues no otorgó a los trabajadores poderes de decisión en la gestión de las empresas y en la orientación general de la economía. Por eso es impropio otorgarle el nombre de socialismo a los regímenes de centralización burocrática. Estos demostraron, además, no tener ninguna vocación ecológica: la matanza generalizada de ballenas en la URSS para cumplir el plan en materia de pesca o el fin del mar de Aral para producir algodón fueron emblemáticas.
Esos regímenes deben ser desechados como alternativa deseable. Con ellos en el siglo XX se pasó de una opresión a otra, de una destrucción a otra.
Pero también emergieron compromisos socialdemócratas que moderaron las crisis y disminuyeron las desigualdades mediante diversas formas de Estado de bienestar, luego del fin de la Segunda Guerra Mundial y de la crisis de 1929. Aunque con importantes resultados en una primera etapa, no lograron contrarestar los efectos de la globalización capitalista acelerada a fines del siglo XX y la irrupción de las economías emergentes asiáticas, el gran fenómeno de la economía contemporánea.
Los proyectos progresistas del siglo XXI deben ir más allá, dado el actual contexto global y las nuevas amenazas, y propiciar una amplia transformación social y ecológica. Deben insistir en construir espacios regionales protectores con más integración de las políticas comerciales y de inversión para ganar autonomía relativa y defender estándares sociales y ambientales en la globalización.
Y proponerse emancipar a la mayoría social de las tres estructuras principales que la oprimen o amenazan: la de la dominación política de un grupo o clase minoritaria sobre el resto, la de la dominación del capital sobre el trabajo y la del uso indiscriminado por el capital de los recursos de la naturaleza.
Una primera gran tarea es que la democracia no retroceda ante la ola autoritaria que utiliza los temores y la inseguridad que crea el propio liberalismo globalizador.
El progresismo y la izquierda deben reafirmar el principio de igualdad efectiva de oportunidades y el de reciprocidad más allá del mercado “según el cual yo le sirvo a usted no debido a lo que pueda obtener a cambio por hacerlo, sino porque usted necesita o requiere de mis servicios, y usted me sirve a mí por la misma razón” (Gerald Cohen).
Para volver a ganar legitimidad, las instituciones deben avanzar en calidad y probidad y descentralizarse con más democracia territorial. Y producir mejores resultados sociales.
El progresismo debe promover la igualdad de género y encabezar la construcción de mecanismos de seguridad económica con derechos laborales efectivos y una fuerte protección social basada en compensaciones suficientes ante el desempleo, la enfermedad, la vejez y la pobreza. Y favorecer una inmigración ordenada y con derechos.
Lo anterior supone más dinamismo y avanzar a una economía mixta innovadora. Se debe estimular la investigación y el desarrollo tecnológico y la creación generalizada de empleos decentes. En las actividades lucrativas, el capital privado debe ser gobernado social y ecológicamente por instituciones democráticas efectivas en materia de diversificación y desconcentración productiva, de negociación colectiva, de participación laboral en la empresa y de redistribución del ingreso.
Y también de transición a una economía circular, con resiliencia ecosistémica y un consumo funcional y responsable. Para avanzar a la economía circular, cada tipo de actividad debe pagar el costo efectivo del tratamiento y reciclaje de sus desechos.
Pero se debe partir por el principio: cambiar el actual modelo de consumo, con alimentos industriales, embalajes plásticos generalizados, automóvil individual en ciudades segmentadas y extendidas, obsolescencia programada de los equipamientos. Todo esto es dañino para la salud humana y destructor de los ecosistemas.
Para avanzar a un modelo de consumo funcional es cada vez más imperativo actuar contra la epidemia de obesidad infantil dificultando el acceso y encareciendo la comida chatarra a través de un impuesto especial que se use para subsidiar parte de una alimentación institucional (Junaeb y casinos de empresas) basada en alimentos saludables y ecológicos. La información no basta.
A la vez se requiere ampliar las alternativas al automóvil individual mediante un transporte público de calidad basado en la electricidad. Se avanza en la materia, pero a paso muy lento, mientras las ciudades son cada vez más invivibles, el aire más irrespirable y los tiempos de transporte cotidiano más largos.
Como parte de una política territorial de efectos de largo plazo, es necesario estimular una mayor cercanía física de vivienda familiar, escuelas, servicios públicos y trabajo, disminuyendo además la segmentación social de las ciudades y ampliando el trabajo domiciliario con uso intensivo de tecnologías de la información al menos algunos días de la semana.
Esto requiere de autoridades metropolitanas fuertes ("alcaldes mayores" con competencias de ordenamiento urbano y territorial) al menos en Santiago, Valparaíso-Viña, Concepción-Talcahuano y otros lugares del país.
En paralelo y en el corto plazo, se debe realizar una mayor inversión en sistemas de transporte rápido urbano y suburbano.
Un dato: un tren de 150 metros puede transportar 3.000 personas, lo mismo que 2.600 automóviles, equivalentes a un taco de 11,5 kilómetros. La meta debe ser construir vías exclusivas reales para buses eléctricos, tranvías y metros en las principales aglomeraciones, de modo que ningún habitante urbano esté a más de 500 metros de un paradero o estación.
Esto tiene un costo, financiable con impuestos (el impuesto especial a los combustibles debiera aumentarse en el caso del diesel y destinarse íntegramente a estos fines), tarifas y endeudamiento de largo plazo, pero el esfuerzo vale la pena (y es además en la mayoría de los casos "socialmente rentable" en términos de evaluación de proyectos) si se considera que lo que está en juego es la calidad de vida de las actuales y futuras generaciones.
La economía lucrativa debe entonces limitar con el interés general y coexistir con agencias estatales proveedoras de servicios públicos fortalecidos y no disminuidos, con empresas públicas estratégicas y con un amplio tejido de economía social y solidaria.
Un Estado democrático probo y profesional, no capturado por los intereses corporativos, debe ampliar los tributos redistributivos y regular más precios y tarifas claves tanto para asegurar la sostenibilidad como evitar la generación de rentas ilegítimas.
Las alternativas al neoliberalismo existen, aunque las corporaciones privadas dominantes y sus representantes políticos pongan el grito en el cielo.
Y en Chile no se harán efectivas si persiste el limbo programático que se ha generalizado en la actividad política - y especialmente en el campo progresista, pues para la derecha los programas nunca tuvieron demasiada importancia frente a los intereses a defender - para supuestamente seducir electorados múltiples con un discurso plano.
El resultado ha sido otro: la generalizada pérdida de credibilidad de los ciudadanos que no adhieren a la sociedad del privilegio que ofrece la derecha, pero que observan que sus representantes políticos parecen estar más al servicio de si mismos y no confluyen ni defienden suficientemente los valores, ideas e intereses de la mayoría social.
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