En nuestra historia reciente los movimientos universitarios han dejado huella en la memoria nacional y son continua referencia política y social. En ese sentido, los aniversarios, y en particular el aniversario de una década, son una oportunidad para retrospectivas y evaluaciones.
Cuando se cumplieron 10 años de los movimientos reformistas de la década del 60, el país estaba en dictadura, venía del duro período en que la DINA gestionó su labor de exterminio, y no era momento de evocaciones para una oposición que recién se reconstruía. En la prensa de la época las menciones más bien iban en la dirección de destacar los 10 años del movimiento antagónico al reformista, el gremialismo de la PUC que encabezara Jaime Guzmán, y cuyos cuadros, por entonces, engrosaban los equipos políticos, técnicos y de propuesta constitucional del régimen.
En las universidades pasaron varios años de recomposición organizativa, fundamentalmente desde un activismo de sello cultural, hasta que a mediados de los 80 se democratizaron y reconstruyeron las federaciones estudiantiles con una apuesta por la movilización como camino para poner fin a la dictadura y terminar con la lógica neoliberal consagrada en la Ley General de Universidades. Esa generación que, en 1987, a fuerza de paros, sacó de su cargo al rector Federici en la U de Chile, vivió en los 90 el aniversario número 10 de su movimiento. Federici y Pinochet se habían ido, pero no el autofinanciamiento universitario que se acentuaba desde una gestión gubernamental que no cambiaba la matriz de un Estado subsidiario respecto al mercado.
En ese momento, el movimiento estudiantil de los 90 luchaba por subir los montos de los créditos asignados y por frenar el desmantelamiento de las universidades estatales. Era un movimiento politizado y resistente, pero imposibilitado de pasar a la ofensiva en un terreno estructural.
Diez años después, a mediados de los 2000, el endeudamiento bancario crecía con fuerza en el sistema de educación superior mediante el CAE. Entonces, el resistente movimiento estudiantil de la época sólo obtuvo el modesto logro de poner cierto freno a la extensión del modelo de endeudamiento CAE en determinadas franjas de los estudiantes más pobres de las universidades tradicionales.
Pasando a la otra década, el movimiento universitario de 2011 se caracterizó por analizar el pasado reciente, así como la realidad continental. Agitó un agravio respecto al lucro en educación, elaboró un discurso que planteaba que el neoliberalismo en nuestras tierras era un caso extremo, distinto a Argentina, México, Brasil.
Sostuvo que nuestra excepcionalidad no era motivo de orgullo sino de preocupación: Como en ningún otro lado, acá las universidades públicas estaban abandonadas a su suerte y los jóvenes debían endeudarse para estudiar. Entonces, ya no sólo se apuntó a un ajuste, sino al modelo completo y su lógica de subsidiariedad, al cambio del modelo de desarrollo, a la transformación del sistema tributario, al modo en que el país asumía la gestión y propiedad de los recursos naturales, y en última instancia, a cambiar la Constitución.
Entonces, los líderes universitarios eran confrontados por el ministro Joaquín Lavín, quien en clave gremialista les acusaba de encabezar un movimiento político. Lejos de contradecirlo, los estudiantes afirmaban que sí, que las demandas eran políticas, pero expresión de una política propia y no ajena, enraizada en los conflictos y necesidades que emergían de la sociedad.
En abril de 2011 el movimiento construyó su petitorio y en mayo convocó a su primera marcha. A 10 años, el país se enfrenta al desafío de construir una nueva Constitución como proceso fruto de un estallido social. A 10 años, estamos frente a la posibilidad de garantizar derechos y dar poder político a una sociedad tan hastiada como esperanzada. A 10 años, tenemos la oportunidad histórica de hacer de mayo de 2021, pese a todo, un buen aniversario.
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