La licencia de conducir no es un derecho, es un control de seguridad pública

El proyecto de ley impulsado por la bancada del Partido Nacional Libertario, que propone eliminar la renovación de la licencia de conducir hasta los 65 años, se presenta como una medida de "desburocratización" y eficiencia. Sin embargo, esta iniciativa parte de una premisa profundamente equivocada: asume la licencia de conducir como un derecho adquirido, cuando en realidad es un instrumento de control del Estado para resguardar la seguridad pública.

Conducir un vehículo no es un derecho humano ni una libertad irrestricta. Es una actividad de riesgo, que requiere competencias físicas, cognitivas y conductuales específicas, y cuya autorización está condicionada a que dichas capacidades se mantengan en el tiempo. La licencia de conducir cumple precisamente esa función: evaluar periódicamente que una persona sigue siendo apta para conducir, protegiendo no solo al conductor, sino también a peatones, ciclistas y otros usuarios de la vía.

Eliminar o postergar por décadas la renovación de licencias equivale a renunciar a uno de los pocos mecanismos preventivos con que cuenta el Estado para detectar oportunamente deterioros visuales, neurológicos, cognitivos o conductuales que afectan directamente la conducción. Proponer que esta evaluación sea reemplazada por una declaración voluntaria del propio conductor desconoce la evidencia científica y la experiencia sanitaria: muchas condiciones que comprometen la conducción no son percibidas por quien las padece o, derechamente, no se declaran.

El argumento de la productividad tampoco resiste análisis. Medir el impacto de esta política solo en horas de trabajo o costos administrativos invisibiliza el costo real de los siniestros viales: muertes evitables, lesiones graves, discapacidad permanente y sobrecarga del sistema de salud. La seguridad vial no es un obstáculo al desarrollo económico, es una condición básica para una sociedad que valora la vida y la salud de su población.

Los países que han avanzado en reducir muertes y lesiones graves en el tránsito no lo han hecho debilitando controles, sino fortaleciendo la evaluación de competencias, la fiscalización y la responsabilidad institucional. En este contexto, la renovación periódica de la licencia no es un castigo ni una burocracia inútil, sino una herramienta mínima de aseguramiento de capacidades en una actividad potencialmente letal.

Si el problema es la ineficiencia del sistema actual, la respuesta responsable es mejorar los procesos, no eliminarlos. Digitalizar trámites, reforzar los departamentos de tránsito y modernizar las evaluaciones es una política pública sensata. Quitar la renovación hasta los 65 años es, en cambio, una señal clara de debilitamiento del rol preventivo del Estado.

La licencia de conducir no otorga un derecho permanente; habilita temporalmente una actividad riesgosa, sujeta a control y reevaluación. Confundir libertad con ausencia de regulación no es modernización: es una apuesta peligrosa que pone en riesgo la vida de todos.

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