Raíces del edadismo o por qué las personas mayores incomodan

Las personas mayores no incomodan por su edad. Incomodan porque hacen visible aquello que las sociedades contemporáneas se esfuerzan por ocultar. Incomodan porque encarnan el límite. Y el límite, en una cultura organizada en torno al control, la autonomía y el rendimiento, es profundamente subversivo.

La teoría social crítica lleva décadas advirtiéndolo: el neoliberalismo no es solo un modelo económico, sino una forma de producir subjetividad. Un orden cultural que instala la idea de que la vida es un proyecto individual, gobernable a través de elecciones correctas, esfuerzo constante y optimización permanente. En ese marco, el sujeto ideal es autónomo, activo, flexible, siempre capaz. La libertad se redefine como responsabilidad individual absoluta. Y el fracaso, como culpa.

Mientras el cuerpo responde, esa narrativa parece verosímil. Pero la vejez irrumpe como una experiencia que desarma el relato. Envejecer muestra, sin dramatismo ni épica, que no todo depende de uno, que no todo es controlable, que no toda pérdida puede evitarse. Muestra que la biografía no es una línea recta y que la vida está atravesada por contingencias, desigualdades y vulnerabilidades que no se eligen. Por eso la vejez incomoda: porque le quita al sistema su coartada moral más eficaz, la de responsabilizar al individuo de todo lo que le ocurre.

Desde la lógica del rendimiento, el problema no es la vejez en sí, sino lo que ella representa. El cuerpo que envejece deja de responder a la exigencia de disponibilidad permanente. Aparece el cansancio, la lentitud, la pausa. Aparece, tarde o temprano, la imposibilidad. Y en una cultura que ha convertido el "yo puedo" en mandato, el "ya no puedo" se vuelve casi inadmisible. No se tolera como parte del curso de la vida, sino que se vive como anomalía. La vejez solo resulta aceptable si logra imitar a la juventud: activa, saludable, productiva, autónoma. Cuando no lo hace, cuando envejece de verdad, se vuelve incómoda.

A esta incomodidad se suma otra más profunda: la dependencia. La teoría social ha mostrado cómo la autonomía dejó de ser un derecho para transformarse en un imperativo moral. No solo debemos ser autónomos; debemos demostrarlo. En este contexto, depender de otros no se entiende como condición humana compartida, sino como fracaso personal. La vejez vuelve visible aquello que siempre estuvo ahí, pero que la cultura intentó negar: que la vida es interdependiente. Sin embargo, en lugar de reorganizarse para cuidar, el sistema produce vergüenza. Vergüenza de necesitar ayuda, de pedir apoyo, de no "valerse por sí mismo". Esa vergüenza no es natural: es una tecnología cultural que silencia el malestar y despolitiza el cuidado.

El daño no es solo material. Es simbólico y afectivo. El capitalismo contemporáneo no solo mercantiliza bienes; también organiza el reconocimiento emocional. El valor se asocia a la vigencia, la flexibilidad, la novedad. En ese mercado simbólico, la vejez pierde cotización. No porque las personas mayores dejen de desear, amar o proyectar, sino porque la cultura retira de ellas el derecho a hacerlo visiblemente. El edadismo opera aquí como una forma de empobrecimiento afectivo: menos mirada, menos escucha, menos lugar en el espacio público. La vida se alarga, pero el reconocimiento se acorta.

Desde el punto de vista institucional, la incomodidad adopta otra forma. La vejez tensiona los dispositivos de gobierno de la vida. Aumentan las necesidades de cuidado, se prolonga el tiempo fuera del mercado laboral, se complejizan las trayectorias. La respuesta dominante ha sido gestionar la vejez como problema técnico: costos, riesgos, dependencias, sostenibilidad. Se administra la vida larga, pero se pierde de vista la vida vivida. Se gobiernan cuerpos, pero se descuida el sentido. Y cuando el sistema no logra ofrecer cuidado suficiente, el edadismo aparece como justificación silenciosa: la vejez como carga, como exceso, como problema inevitable.

Todo esto explica por qué las personas mayores incomodan. No porque pidan demasiado, sino porque exigen, con su sola existencia, una revisión profunda del orden cultural. Exigen reconocer que el valor humano no puede reducirse al rendimiento, que la autonomía no puede ser criterio moral excluyente, que la dependencia no es una falla sino una condición, que el cuidado no es caridad sino justicia.

Las molestias de la vejez, tantas veces reducidas a síntomas individuales, son en realidad señales sociales. Indican que el sistema funciona mientras los cuerpos rinden, pero falla cuando la vida se alarga y reclama tiempo, vínculo y presencia. Si queremos que los años ganados sean años vivibles, y no años atravesados por la culpa, la soledad o el dolor, el problema no es adaptar a las personas mayores al sistema. El problema es transformar el sistema para que esté a la altura de una vida larga.

Quizás por eso las personas mayores incomodan tanto. Porque recuerdan algo que preferimos olvidar: que una sociedad se mide, en última instancia, no por cómo premia el éxito, sino por cómo acompaña el límite.

Desde Facebook:

Guía de uso: Este es un espacio de libertad y por ello te pedimos aprovecharlo, para que tu opinión forme parte del debate público que día a día se da en la red. Esperamos que tus comentarios se den en un ánimo de sana convivencia y respeto, y nos reservamos el derecho de eliminar el contenido que consideremos no apropiado