En el debate sobre el acuerdo entre Codelco y SQM, uno de los elementos que ha pasado inadvertido es el rol que jugó el contrato con Morgan Stanley como base y justificación del trato directo. No es detalle menor: se trata del insumo técnico central que permitió descartar alternativas competitivas y legitimar una decisión estratégica de enorme magnitud para el Estado.
Fue el propio Máximo Pacheco quien sostuvo públicamente que el contrato con Morgan Stanley constituía el fundamento técnico que hacía conveniente avanzar mediante trato directo con SQM. La señal fue clara: no se trataba de una decisión política, sino de una conclusión respaldada por asesoría financiera especializada de primer nivel.
Hoy ese contrato se encuentra impugnado, y con ello surge una pregunta incómoda: ¿Nos enteraremos también a posteriori -cuando ya sea tarde- que nunca se debió confiar plenamente en esos resultados? La cuestión no es menor, porque lo que está en juego es la forma en que el Estado define y justifica sus decisiones en sectores estratégicos como el litio.
En políticas públicas de alto impacto, la calidad, independencia y robustez de las asesorías externas es determinante. Cuando esas asesorías se transforman en el argumento decisivo para excluir competencia y optar por un único camino, su estándar debe ser extraordinariamente alto. No basta con que provengan de una firma prestigiosa; deben resistir escrutinio jurídico, político e institucional.
Aquí emerge un punto que la teoría económica viene recordando desde hace décadas: los informes financieros no son fotografías neutrales, sino lecturas situadas de un futuro esencialmente incierto. Desde los debates de Keynes sobre la lógica casi "de casino" de los mercados de capitales, sabemos que las valoraciones financieras dependen de expectativas cambiantes y no de verdades definitivas. Esa constatación implica que ningún informe privado puede ser tratado como verdad revelada, menos aun cuando está en juego una decisión estratégica del Estado.
La experiencia histórica muestra que muchos fracasos institucionales no nacen de actos ilegales, sino de confianzas mal calibradas: informes que se elevan a dogma, asesorías que sustituyen la deliberación pública y el control institucional. Minsky explicó en el plano financiero cómo un sistema que parece estable genera su propia inestabilidad cuando las decisiones se toman con exceso de confianza en modelos que subestiman riesgos. En políticas públicas ocurre algo similar cuando el Estado traslada la carga de la decisión a asesorías que no fueron diseñadas para soportar ese peso.
El mayor riesgo no es que una auditoría sea discutible -eso es normal-. El verdadero riesgo es que el Estado descubra demasiado tarde que descansó excesivamente en un insumo que no estaba diseñado para cumplir el rol que finalmente se le asignó. Una cosa es asesorar una transacción; otra muy distinta es convertirse, de facto, en el sustento excluyente de una decisión estratégica de Estado, con implicancias jurídicas, reputacionales y geopolíticas.
En contextos como el chileno, donde la discusión sobre el litio mezcla promesas de desarrollo, tensiones territoriales y exigencias de transparencia, la pregunta de fondo es qué arquitectura institucional se construye alrededor de estas decisiones. Las grandes decisiones de inversión son también decisiones de poder: definen quién captura rentas, quién asume riesgos y quién fija las reglas del juego. Cuando un único informe privado se transforma en el filtro decisivo, lo que está en juego no es solo eficiencia económica, sino la distribución efectiva de ese poder.
La experiencia comparada muestra que muchos tropiezos institucionales se pagan con pérdida de credibilidad y con una ciudadanía que percibe que las "bases técnicas" aparecen siempre después para justificar decisiones ya tomadas. En el acuerdo en torno al litio, esa sospecha es particularmente grave, porque compromete la capacidad del Estado para conducir una política de desarrollo en un mercado global altamente competitivo.
Por eso la pregunta final: ¿Estamos frente a otro caso en que solo después de cerrado el proceso, consolidados los contratos y comprometido el prestigio del Estado, comenzaremos a discutir si la base técnica era la correcta? Si esa discusión se posterga hasta que ya no hay vuelta atrás, el daño será netamente institucional. En decisiones de esta magnitud, el tiempo del escrutinio importa tanto como el contenido de los informes. Y cuando el escrutinio llega tarde, suele hacerlo cuando ya no queda mucho por corregir.
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