Cuando educar significa más que medir

Cada cierto tiempo reaparece una crítica conocida, que la educación ha dejado de formar y que ahora solo certifica. Este motivo admite diferentes variaciones: los estudiantes solo desean el título, los docentes solo se concentran en cumplir con los contenidos mínimos exigidos, y las instituciones se enfocan principalmente en la acreditación y los indicadores de desempeño. Más allá de su contenido, esta crítica responde a una reorganización de las expectativas sociales en torno a la educación, donde la certificación adquiere un rol central como mecanismo de validación.

Concretamente, el problema no es que se certifique, sino que esta función se absolutiza, desplazando otras dimensiones. Así, lo que se observa es una reducción del valor a lo que puede demostrarse, medirse y rendir cuentas, en un entorno donde la utilidad inmediata prevalece sobre el desarrollo humano y social entendido más amplio.

Para comprender mejor esta situación conviene retomar una distinción central propuesta por Gert Biesta, uno de los pedagogos contemporáneos más importantes. A su juicio, la educación no cumple una única función, sino al menos tres: cualificación (el desarrollo de conocimientos y habilidades y su posterior validación mediante la certificación), socialización (la transmisión de normas, valores y formas de vida) y subjetivación (la apertura a la emergencia de la singularidad individual). Estas funciones no son excluyentes ni jerárquicas; coexisten una con otra. En este sentido, pensar que la cualificación impide la subjetivación, o que vacía de sentido a la socialización, no solo es teóricamente impreciso, sino políticamente ingenuo. El error consiste en construir oposiciones allí donde hay simultaneidad, como si cualificar y luego certificar fuese lo contrario de formar, o como si el reconocimiento formal de aprendizajes no pudiera, en sí mismo, contribuir a la autonomía. La educación es suficientemente compleja para esto.

Con esto en mente, más productivo que reiterar la denuncia es examinar qué condiciones permiten -o impiden- que esas funciones se desplieguen efectivamente. En Chile, y en América Latina en general, la respuesta es evidente: lo que predomina es una comprensión instrumental de la educación, centrada, como resultado, casi exclusivamente en la cualificación. Esta forma de entender lo educativo no surge de forma espontánea, sino que se configura en un contexto donde se la concibe como herramienta de movilidad social, y donde los actores dedicados a la formación deben demostrar "impacto" y "eficiencia" en un entorno estructurado por el mercado de credenciales. Así, el problema particular no es tanto que se certifique, sino que se espera que la formación se reduzca a la capacitación para la empleabilidad, subordinando las restantes dimensiones de la educación a una lógica social de rendimiento cuantificable.

Como puede adivinarse, este desplazamiento no obedece solo a una imposición externa o un error de diseño. Como otras organizaciones, los espacios educativos responden a las expectativas del entorno mediante los lenguajes disponibles, y esos lenguajes privilegian, en casi todos los niveles, aquello que puede ser medido, comparado, registrado. En ese marco, la certificación se convierte en un mecanismo de visibilidad y validación: no porque se haya renunciado a formar, sino porque las formas institucionalmente legítimas de demostrar valor social se han estrechado. Este no es por cierto un problema exclusivamente educativo, pero que se expresa de todas maneras con especial dureza en este ámbito. El resultado es el distanciamiento entre la complejidad del fenómeno educativo y las simplificaciones que presupone su tratamiento en general.

Por tanto, en vez de insistir en lo que la educación debería hacer, es más pertinente observar cómo sus distintas funciones se tornan más o menos visibles según las decisiones de política. No se trata de añorar un estado anterior, probablemente falso, sino de reabrir una discusión que muchas veces aparece clausurada por los propios lenguajes de evaluación. Incluso en sus formas más estandarizadas, educar sigue siendo una práctica ambivalente, situada en una tensión permanente entre lo que se enseña, lo que se espera y lo que puede llegar a emerger. Para bien o para mal, lo que está en juego nunca es del todo predecible: se trata siempre de seres humanos. Recordar esto, con ese hermoso riesgo, es el gran reto pedagógico para una educación digna de tal nombre.

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