Quema de templos en La Araucanía

La madrugada del 12 de junio de 2025, la capilla San Francisco -una construcción de madera enclavada en el sector rural de Radalco, comuna de Curacautín- fue consumida por el fuego. Quienes habitan los campos vecinos escucharon primero disparos; a los pocos minutos vieron las llamas elevarse sobre las copas de los pinos. Cuando Bomberos llegó, la techumbre ya había colapsado y la nave ardía. En las cenizas quedó un lienzo blanco, pintado a mano, que rezaba: "¡Fuerza, lonko Víctor Queipul!". El mensaje remitía a la detención -y posterior liberación- del dirigente de Temucuicui, imputado por amenazas y lesiones contra gendarmes.

Lamentablemente, la quema de la capilla San Francisco prolonga una secuencia que comenzó en enero de 2013, cuando dos encapuchados incendiaron la escuela primaria Rahuilmaco, también en La Araucanía. Aquella noche inauguró un ciclo ascendente de violencia: en 2015 ardió el primer templo y, desde entonces, los ataques se contabilizan de forma casi matemática. Entre 2013 y 2023, 83 templos católicos y evangélicos -además de 5 colegios religiosos- fueron destruidos en la macrozona sur. El 78 % de esas iglesias estaban en La Araucanía; el resto se distribuye entre Biobío y Los Ríos.

La quema reiterada de templos ha producido una anestesia colectiva. Se espera el siguiente incendio como se espera la próxima lluvia; forma parte del clima, no del delito. Mientras esa normalización persista, cada ataque enciende un doble fuego: el que consume paredes y bancas, y el que calcina la convicción de que la libertad religiosa todavía importa en Chile. Romper esta costumbre de la ceniza exige nombrar las cosas por su nombre, proteger de manera efectiva a las comunidades creyentes y declarar, sin eufemismos, que la libertad de culto no es negociable ni geográficamente opcional.

La ausencia de palabras se vuelve, así, la declaración más elocuente. Ese mutismo se suma a la negativa sistemática de calificar los ataques contra templos como terrorismo. Hasta ahora, el Ejecutivo prefiere el eufemismo de "violencia rural", como si la pólvora que envuelve una iglesia católica o evangélica a las tres de la mañana fuera menos intimidante que las recurrentes escenas de delincuencia y vandalismo en Santiago. El resultado práctico es la desprotección cotidiana de los vecinos de La Araucanía.

La repetición de incendios ha comenzado a corroer la arquitectura misma de nuestra convivencia democrática. Primero, resquebraja la autoridad moral del Estado: un gobierno incapaz de proteger todas las confesiones por igual traiciona su promesa de neutralidad y deja en entredicho la vigencia efectiva de la libertad religiosa. Después, hiere la confianza ciudadana: cuando una comunidad contempla los restos humeantes de su capilla y percibe que el poder político ni siquiera se atreve a llamar "atentado" a lo ocurrido, comprende que su dolor ocupa un lugar marginal en la jerarquía de preocupaciones nacionales. Finalmente, adormece la conciencia pública: la reiteración sin castigo convierte el espanto en rutina, la rutina en costumbre y, con el tiempo, la costumbre en una indiferencia que naturaliza la violencia y la integra al paisaje cotidiano.

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