Es muy difícil para mí escribir una columna a propósito del asesinato de Ámbar. Quisiera tanto no saber su nombre, que ninguno de nosotros lo supiera y que su vida siguiera transcurriendo alejada de toda crónica roja y sólo fuese conocida por aquellos que la quieren.
Pero no. Sabemos de ella. Sabe de ella mi hijo de 10 años, que lee los titulares del diario y pone oreja a las noticias de la radio que sintonizo mientras estoy haciendo el almuerzo. Cuando aún no aparecía su cuerpo, me decía que quizás estaba buceando en el estero Marga Marga y que luego iba a aparecer caminando y que seguramente alguien la iba a retar por el susto que nos había hecho pasar a todos. Alguien la iba a retar porque, claro, siempre hay alguien que te puede retar. Ese reto que es con cariño.
No dejan de existir los errores, accidentes, incluso la maldad y el horror en la cabeza de mi hijo, pero hay alguien siempre preocupado, alguien que busca, alguien que acompaña. En su cabeza no hay soledad convertida en abandono.
El 14 de abril el diario llegó con otra noticia. Un niñito de 5 años había sido acuchillado por su padre en la ciudad de San Felipe. El horror.
La vida cotidiana de demasiados niños en Chile convertida en un oxímoron. Padre que mata, madre cómplice, escuela que expulsa, sistema de salud que enferma, programas ambulatorios que intentan reparar y restituir derechos, con profesionales a honorarios, sin ninguna estabilidad laboral, en un país donde es el propio Estado el que no garantiza absolutamente nada. Donde no tenemos una mínima ley que proteja los derechos de los niños, niñas y adolescentes. Pero sí tenemos una Ley de Responsabilidad Penal. Porque para condenarlos y mandarlos a centros privados de libertad, a que estén más solos, sí que actuamos rápidamente.
Si no te tocó una familia que pueda valérselas por si misma, estás solo, tú verás. Mala suerte. Niñas y niños solos. Una soledad que no buscaron.
El Estado podrá aparecer, pero en su dimensión de control social, conteniendo, como una especie de parche que evite el desangre. Heridas podridas, inclusive.
Según el último anuario disponible del Servicio Nacional de Menores, que recoge las cifras de los niños y niñas atendidos en sus diferentes programas en 2018: 188.718 habían sido atendidos en la línea de protección y 22.486 en la de justicia juvenil.
Es decir 211.204 niños. Imagine cuántas familias, cuántas escuelas, centros de salud, territorios y profesionales hay detrás. Es una cifra tremenda de niños y niñas. ¿Cómo se articulan las diferentes intervenciones que ellos reciben desde diferentes programas financiados por el Estado?
Para el Estado subsidiario en el que vivimos, la responsabilidad de su protección la tiene usted. Hasta los profesionales de los programas han asumido eso y solos, también, muchos de ellos tratan de hacer sus mejores esfuerzos. A veces algunos pueden proteger, incluso a costas de si mismos y su propia salud mental.
La propia subsecretaria de la Infancia hace juicios taxativos y carentes de complejidad, que no han puesto el cuidado como el pilar de un sistema de protección y tratan los temas aislándolos, buscando otra vez responsabilidades individuales: que vuelva la pena de muerte para eliminar a los asesinos, que se castigue a la jueza como rostro del sistema judicial que “liberó” al asesino, que se castigue a la madre “malvada” por encubridora y facilitadora del crimen.
Toda esa personalización fantasiosa ayuda a invisibilizar la total ausencia de un sistema de protección que pueda sostenernos y que permita decir: no estamos solos. No somos solos. No era Ámbar la única responsable de su propia vida, no lo era el niñito de San Felipe tampoco, así como tampoco lo soy yo ni mi hijo de 10 años.
Ser ciudadanos implica pensarnos en un entramado donde nos necesitamos unos a otros, incluyendo nuestras instituciones y nuestras políticas, las que deben estar disponibles para todos.
Muchas familias durante esta pandemia han experimentado lo que se ha denominado “aislamiento social”. Sus niños no pueden acudir a la escuela, han restringido sus visitas a los centros de salud, no han usado los espacios públicos. Y han vivido meses de angustia. Es necesario afirmar que en Chile muchos niños, familias, mujeres y territorios han vivido permanentemente en un estado muy parecido a ese aislamiento social. Nacen y mueren en ese aislamiento.
No se puede contar con una escuela que siempre está enjuiciando y exigiendo. No hay espacios públicos que los niños puedan disfrutar con seguridad. No podemos enfermarnos. No puedo dejar de trabajar porque el sustento es diario. No puedo dejar a esta pareja. No hay nadie que escuche. No hay nadie que acompañe.
Y claro los programas de reparación y restitución aparecen cuando ya es necesario judicializar los problemas. A veces tienen suerte y en algo los pueden acompañar, pero es casi cuestión de azar, no de derecho.
Y por cierto el miedo, la desinformación, la desarticulación e incluso relaciones de asistencialismo y dependencia, cruzan la relación institucional.
El miedo a que me quiten los niños, el miedo a no estar haciéndolo bien, potenciado con la desarticulación que provee un psicólogo en la escuela, una trabajadora social en el programa ambulatorio y otra psicóloga en el programa de violencia. Todos convertidos en partes.
Chile y sus políticas necesitan entender que para que los niños y niñas no estén solos, sus padres, sus familias y sus territorios deben dejar de estarlo. Es necesario pensar un Estado para los niños y niñas, no para sus problemas, como si estos fueran piezas inconexas de un rompecabezas que no se arma en ninguna parte.
Un Estado que articule, que acompañe, que sea respetuoso de las realidades locales, que promueva y genere relaciones de colaboración verdadera con la sociedad civil y no de subordinación o clientelismo. Políticas sociales que nos acompañen a todos y todas, y no que nos condenen a la soledad del abandono.
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