No hay que agregar el apellido para saber que esta columna abordará la victoria electoral de Donald Trump, en las recientes elecciones en los Estados Unidos. Ello se debe a que esta vez, dichos comicios, se hicieron con una cobertura de prensa tan intensa, que fue como si se hicieran en casa. Incluso rostros muy propios de nuestros noticieros transmitían directamente, desde una concurrida calle gringa a los hogares de Chile.
Junto a la preocupación por Trump surgió, lógicamente, la publicación de artículos y teorías acerca del estado actual del país del norte, de las mutaciones que ha experimentado y de las transformaciones que de ello han derivado en su sistema político y en su realidad sociológica y electoral.
Al respecto, he leído en varias notas el mismo argumento: fue un voto en contra del establishment, lo que sitúa al magnate y mega millonario en la condición de "hombre de a pie", y como si hubiesen sido en términos de valores, igual Clinton que Trump, e incluso instala un implícito: trata a la candidatura demócrata peor que la xenofobia, misoginia y racismo que exudaba el representante republicano.
Este juicio muy "académico", docto y con pretensiones de profundo es de una superficialidad propia del tiempo que vivimos, de fórmulas simples, en apariencia consistentes, pero de una actitud acomodaticia censurable, ya que es una sagaz manera de salir del paso y eludir cualquier compromiso con juicios o definiciones concretas, que signifiquen "mojarse" o jugarse por una opinión en que quien las emite se arriesgue intelectual o políticamente.
Como está de moda ya se pretende consagrar que lo acontecido fue un "voto contra la élite", parte supuesta de un fenómeno universal de condena y repulsa de lo que se dado en llamar "partido del orden", esta es una de las generalizaciones más oportunistas, absurdas y arbitrarias del debate público en este periodo.
¿Cómo puede decirse que fue un voto contra el establishment cuando Trump es una de sus figuras estelares? Un especulador financiero, que se instaló como figura de los reality show hace ya décadas, un prestamista usurero, gestor inmobiliario, productor y negociador de exhibiciones femeninas en escenarios, pasarelas u otros centros comerciales. En fin, un lucrador del esfuerzo ajeno elevado al poder por la hábil explotación del sentimiento de frustración y revancha que mantiene crispada a una parte decisiva de la sociedad gringa.
Si se trata de promover en Chile, precandidaturas presidenciales para los próximos comicios habría que buscar con un poco más de disimulo las formas de publicidad y difusión, ya que se está llegando a un cinismo que ya se nota demasiado.
A pesar de la moderación de sus primeras intervenciones pos-elección, todavía resulta muy pronto, incluso apresurado el respirar con alivio ante la monstruosidad del discurso de Trump, dejándose caer en la habitual disculpa que sus expresiones fueron lamentables, pero pasajeros exabruptos de campaña, todos retirables una vez que se consiguió el objetivo de demoler al adversario.
Ese cinismo está matando la democracia, dejándola expuesta a los peores excesos verbales y que se extienda sin respuesta una mancha tóxica de racismo, homofobia, xenofobia y misoginia, incompatibles con los valores de la dignidad humana, consagrados en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, precisamente proclamada en 1948 por las Naciones Unidas, sobre los escombros y la mortandad que le provocaron a la humanidad los desvaríos de raza superior del nazi fascismo que condujo a las terribles consecuencias de la Segunda Guerra Mundial.
Aún es tiempo de derrotar el instinto criminalmente patológico de la criatura belicista de aquellos que quieren imponer la "grandeza" nacional, hace caso omiso de los intereses y derechos de las otras naciones y razas que constituyen el crisol de la diversidad de la civilización humana.
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