Crecí escuchando historias de tíos abuelos ya fallecidos sobre cómo engañaban a ciertos mapuches dueños de tierras que por un poco de vino y algunos pesos entregaron sus propiedades ancestrales.
Con el tiempo, cuando esas historias dejaron de circular en la familia, fui entendiendo la gravedad de esos hechos, ya no era motivo de orgullo contar una cosa así, coincidió con el esfuerzo semántico de algunos medios de comunicación por reemplazar palabras como pacificación por usurpación y llamar conflicto mapuche a todo aquello que oliera a reivindicación y recuperación de los derechos de dicha etnia original, incluyendo los de sus propiedades arrebatadas.
A mediados de los ochenta conocí un caserío mapuche donde vivían unas pocas familias que habían logrado mantenerse en una pequeña porción de terreno que no tenía muy buenas condiciones para la agricultura o ganadería.
Situado al interior de la novena región este lugar de suaves lomajes estaba devastado, sin capa vegetal ni agua, ya se había producido la tala de todos los árboles del sector además de la sobreexplotación de la tierra por el cultivo de granos y cebada que anteriores terratenientes legaron como terreno yermo y sin vida.
Es archisabido que el mapuche no basa su economía en la agricultura lo que no es razón para “repararlos” con los peores terrenos de la zona, por lo que más bien solo mantenían unos pocos frutales, huertos familiares y animales de granja para el consumo local.
En esos años los jóvenes del lugar estaban en un permanente conflicto con la autoridad, siendo perseguidos y encarcelados constantemente sin mediar manifestación alguna, acusados de sedición, terrorismo, asociación ilícita y la ley de defensa del Estado aplicada en todas sus formas.
Ellos habían tenido acceso a la educación superior en la década de los 70, transformándose casi todos en profesores de alguna materia, porque si algo había en ese lugar además de cantinas era una escuela.
Pensaba no hace mucho que nada peor podía ocurrirles a esas familias hasta que llegada la democracia no solamente siguieron siendo víctimas de engaños, promesas y represión, sino que además ahora han sido transformados en un asunto policial solo comparable a los carteles de droga de países tropicales, adjudicándoles crímenes y representación de diversos grupos que aplican la ley del más fuerte como solución final, culpándolos de gatillar una escalada de violencia imparable hasta hoy.
¿Serán comparables los fuegos artificiales que anuncian la llegada de la droga a una población con el lamento de la trutruca y el cultrún que despiden a uno de los suyos?
Cabe en esta odiosa comparación la intervención de comandos especiales a la zona argumentando necesidad de seguridad ciudadana, hasta encapuchados que como es usual en esta ciber época no mostrarán su cara para actuar desde el anonimato.
El actuar de algunos que sí dan la cara, nuestras autoridades y personeros de todos los sectores, no se condice con la palabra más usada en las últimas horas: prudencia.
No es prudente acusar a la víctima de tener un prontuario policial y con ello tratar de justificar lo injustificable.
No es prudente avalar como primera medida a una institución que está en capilla por las últimas revelaciones de su propio historial, Operación Huracán, desfalcos, abusos de autoridad con resultado de muerte y más.
Prudente sería esperar se develen los hechos con la máxima claridad y seguridad posible, identificar los hitos de dolor que la situación provoca, acompañar y proteger a la familia y comunidad de las víctimas y lo más importante garantizar una investigación seria y efectiva como derecho básico de justicia, de todas las justicias, reparatoria o correctiva, anamnética o de la memoria, o de esa que nunca llega por lo menos hasta hoy.
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