Contra los partidos

En el mundo, el cáncer del totalitarismo como expresión máxima del subjetivismo se hace sentir, ya no sólo en las tiranías totalitarias que mantienen a su población en cárceles sociales como Corea del Norte, Cuba, Nicaragua, Venezuela y China o Vietnam en sus mixturas comunista-fascista. En Occidente, el cáncer totalitario ha avanzado sin disimulo. Potencias de la Unión Europea como Francia y Alemania, subsumidas a parámetros ideológicos perversos, al igual que España y Reino Unido, oprimen a sus habitantes a través de normas legales opresoras y propagandas belicistas.

Canadá y Estados Unidos no se quedan atrás en la expansión de dicho cáncer, aunque la administración Trump ha tomado medidas para ir liberando al pueblo estadounidense del yugo totalitario de la ideología de género, pero el cáncer sionista talmúdico sigue predominando en las élites occidentales.

En Iberoamérica, el cáncer totalitario ha tenido intentonas insurreccionales como en Chile, viéndose favorecido por el desplome de toda la dirigencia política clásica, quedando el país a merced de oportunistas, fanáticos y advenedizos. Si bien, en los partidos políticos, hace tiempo se cumple la ley de hierro de la democracia de Robert Michels relacionada con instituciones que se llenan la boca hablando de democracia, siendo la máxima expresión de culturas oligárquicas, los partidos políticos han profundizado su metástasis de maldad social, lo que confirma el pensamiento de la gran intelectual humanista cristiana Simone Weil de que los partidos son un auténtico "cáncer" y las consecuencias son siempre dramáticas, porque "si la pertenencia a un partido obliga siempre y en cualquier caso a la mentira, la existencia de los partidos políticos es absolutamente, incondicionalmente, un mal".

Simone Weil, dada su experiencia en la guerra civil española y en sus viajes a países con regímenes totalitarios, pero también en su observación de los partidos occidentales, concluye que "casi en todas partes la operación de tomar partido por algo, de tomar posición a favor o en contra, ha sustituido la obligación de pensar". Por lo tanto, para la intelectual humanista cristiana, la democracia es legítima si las personas están en condiciones de pensar de manera autónoma, orientándose al bien común según su conciencia e inteligencia, ya que los círculos políticos oligárquicos imponen mentiras, obligando a los demás a aceptarlas como verdad, inhibiendo la expresión natural de las personas y comunidades a expresar sus pensamientos.

Así, la democracia es auténtica si y sólo si las personas y las comunidades se expresan libremente para el bien común, sin necesidad de intermediarios políticos; sólo es necesaria una fuerte comunidad organizada que se entienda con el Estado, siendo ella misma el sujeto de representación popular.

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