Diálogo: entre idealidad y realidad

Cuando estamos próximos a presenciar uno de los primeros acercamientos orientados a la conformación de una mesa de diálogo entre el Gobierno y los estudiantes, parece adecuado tener presente cuál es la particularidad o condición de la estructura dialógica, a fin de comprender de mejor manera no sólo su potencialidad de resolución de conflictos, sino además las implicancias (que supone para los involucrados) de que se lleve a cabo.

Idealidad dialógica



La problemática del diálogo no es nueva. En la segunda mitad del siglo pasado los filósofos Jürgen Habermas y Karl-Otto Apel desarrollaron la denominada ética del discurso, teoría de la argumentación destinada a la conformación de normativas procedimentales (ideales) que permitirían hacer medible el desarrollo fáctico de diálogos orientados a la consecución de acuerdos comunicativos. Al interior de este marco teórico destacan pues dos principios básicos para el desarrollo de toda interacción comunicativa:

Primero, la ausencia de coacción por parte de (y hacia) los hablantes. Es decir, no puede existir represión para quienes participan del diálogo en tanto aquello viciaría la comunicación y la toma de posturas al interior de ésta. Las únicas armas aceptables serían “las buenas razones”.

Segundo, la simetría entre los participantes de la interacción. Esta horizontalidad comunicativa aboga por la igualdad entre los hablantes, por la capacidad de argumentar y criticar libremente, y por tanto, en definitiva, por no tener monopolizado el canal de interpretación en el devenir comunicativo.

Una vez aseguradas dichas condiciones previas, la generación del consenso descansaría luego en la libre discusión y en el reconocimiento recíproco de pretensiones de validez susceptibles de ser criticadas.

Estas son:

a) que los hablantes ostentan lecturas reales acerca del estado de cosas puesto en discusión (verdad).

b) que lo enunciado por éstos se adecua al contexto normativo vigente (legitimidad).

c) que los actores actúan de manera veraz, haciendo concordar intenciones y emisiones comunicativas (veracidad).

Al ser estas pretensiones, no aseguran verdad, legitimidad y veracidad en la interacción, pero sí permiten suponer que ‘el otro’ actúa de tal forma, lo que admite luego que la conversación se dirija racionalmente hacia una construcción común de la convención. Y al ser susceptibles de crítica, se deja abierta la posibilidad de identificar y corregir errores, es decir, de aprender de ellos.

De tal forma, desde el punto de vista de una ética del discurso, los consensos así construidos tendrían la capacidad de resolver disputas a través de la comunicación, de suerte que aquel acuerdo final integraría las interpretaciones de los implicados, pero donde el mejor argumento sería finalmente el que primaría.

Aquello tiene por implicancia fundamental: el cumplimiento de lo acordado con posterioridad al término del diálogo. Los resultados de un escenario de deliberación no pueden ser luego soslayados a voluntad.

Si las partes están dispuestas a discutir racionalmente en torno a una temática en particular (sin el veto de temas a priori), además de tener que estar dispuestos a ser convencidos, deben de cumplir y hacerse cargo respecto de lo ahí dirimido.

Realidad contextual

Hemos visto algunos principios teóricos fundamentales para que todo diálogo que se entabla pueda orientarse a la conquista de un acuerdo colectivo, y en ese sentido, a la resolución de conflictos.

Sin embargo, al analizar de cerca el escenario actual de la posible constitución de una mesa de diálogo entre (al menos) el Gobierno y los estudiantes, tal estructura dialógica se vuelve altamente problemática, según lo cual pareciendo advertir aquello, los estudiantes han decidido ser cautelosos respecto de las condiciones y posibilidades de tal procedimiento.

Pero ¿por qué tal escepticismo?

Las tres peticiones requeridas por el movimiento estudiantil para conformar una mesa de diálogo resultan bastante expresivas.

En primer lugar, el cese de la represión policial (a lo cual sería posible de agregar las descalificaciones verbales del mismo Presidente y Ministros respecto del movimiento estudiantil) tiene como objetivo directo restablecer el primer principio básico de todo diálogo: la ausencia de coacciones, según lo cual el debate debe establecerse solamente a partir del intercambio de argumentos racionalmente discutidos.

Si el Gobierno continúa en la dinámica de “demonización” del movimiento, el diálogo pierde el sentido, y se petrifica entonces el debate en torno al problema educacional como tal.

En segundo lugar, la detención del envío al Parlamento de los proyectos de ley carentes de consulta a los actores sociales persigue corregir el segundo principio básico de todo diálogo: la condición de simetría entre las partes.

Si el Gobierno envía dichos proyectos, la mesa de diálogo carecería de tal horizontalidad, en tanto parte de las soluciones estarían prefijadas con anterioridad a la discusión, lo que cauteriza el libre ejercicio argumentativo y fortifica el monopolio interpretativo por parte del Gobierno.

En tercer lugar, el necesario pronunciamiento del Gobierno respecto de los “doce puntos” solicitados por el movimiento estudiantil en materia educacional busca anticiparse a las implicancias finales que tiene reunirse y trabajar en una mesa de diálogo.

Si el Gobierno oculta sus reales propósitos y puntos de vista respecto de las demandas estudiantiles, al ser vinculantes los resultados de una instancia como esta, el movimiento estudiantil podría correr el riesgo de sentarse a discutir (y por tanto legitimar) una temática “sin futuro” promisorio, en tanto el Gobierno podría vetar de facto ciertos temas una vez comenzado el diálogo.

En virtud de lo anterior, el escepticismo expresado por los dirigentes estudiantiles luego del llamado a diálogo por parte del Gobierno obedece antes a la búsqueda de garantías que permitan solidificar esa instancia comunicativa (la anterior experiencia dialógica con la Concertación fue claramente estéril), que a un arrebato de intransigencia como algunos lo han querido señalar.

Es evidente la condición asimétrica que existe entre el Gobierno y los estudiantes. Sin embargo, también es clara la desproporción de legitimidad respecto al problema educacional que ambas partes ostentan.

Si el movimiento estudiantil quiere mantener ese mayoritario respaldo ciudadano y llegar a buen puerto, bien parece recomendable asegurar las condiciones del debate, antes que prestarse para ser el salvavidas de un Gobierno que no sabe hacia dónde navega.

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