El dolor de las víctimas no se escucha

El Plebiscito constitucional del 25 de Octubre ha dado un impulso, como no había sucedido hasta ahora, a una revisión crítica del período político y de la trayectoria del país en el largo período pos dictadura.

El triunfo del APRUEBO expresa un rechazo a la desigualdad, las injusticias y los abusos, así como hacia el inmovilismo del sistema político que no tuvo respuesta ante el desencanto que afectó su legitimidad ante la ciudadanía, cayendo en el conformismo frente a la discriminación de amplios sectores, el enriquecimiento ilimitado, la negación de derechos y los hechos de corrupción que conmovieron al país y hundieron la política en el descrédito.

Sin embargo, hay opiniones que ven en el descontento social y el deterioro de la política la razón para descalificar en su conjunto el proceso de reinstalación de la democracia vivido en Chile, a partir del triunfo del NO en el Plebiscito del 5 de Octubre de 1988.

En especial, se desconoce el impacto de los enclaves autoritarios en la transición democrática, como si los senadores designados y vitalicios no hubieran sido eliminados recién en el 2006, así como ocurrió con la inamovilidad de los Comandantes en Jefe y el rol tutelar del Consejo de Seguridad Nacional vigentes hasta esa misma fecha.

Se intenta ignorar que los super quórums para la aprobación de cambios sociales decisivos, entre ellos las reformas laborales, eran inviables por la distorsión institucional generada por el sistema electoral binominal, vigente hasta el Parlamento que juró en marzo del 2018. La derecha perpetuó los enclaves autoritarios que imponían el Estado mínimo o subsidiario en lo económico y social, así logró torpedear, reducir o condicionar el avance de la transición democrática. Ese factor clave no se puede excluir o borrar de la historia.

La campaña de Lavín, en 1999, con el lema “Viva el Cambio” cargó a la ex Concertación la responsabilidad por las carencias, debilidades e impotencia de las políticas públicas bajo el Estado subsidiario. Así se hizo popular la frase: “si no lo hicieron en tantos años porque lo van a hacer ahora”. Esa afirmación no tuvo la respuesta asertiva que requería.

El conformismo tecnocrático que se instaló ante la porfiada prolongación de los enclaves autoritarios olvidó la crítica al campo minado que dejó la dictadura con las llamadas “leyes de amarre”. Así lo perverso quedó como normal.

La ampliación paulatina de las libertades cambió el país y contribuyó a la formación de una ciudadanía que procedió a ejercer su propia autodeterminación como ocurrió el 25 de octubre pasado, con el respaldo de un 80% para el APRUEBO y avanzar hacia una nueva Constitución política del Estado.

La ciudadanía decidió “nunca más, nuestro silencio” como se lo gritaron al ministro de Hacienda, en el centro de Santiago, personas cansadas por el impresentable perdonazo de impuestos que se dió al grupo Penta que defraudó al Fisco para fomentar la corrupción en el sistema político, una indebida generosidad que contrasta con la negación de apoyo a millones de personas que sufren el impacto económico de la pandemia.

La derecha aviesamente alimentó el olvido de la obstrucción política e institucional que significaron los enclaves autoritarios y hoy, ayudados por la mala memoria del país, se presenta una visión falsa de la llamada “democracia de los acuerdos” como si la derecha no hubiera obstruido de modo sistemático los avances democráticos para eternizar el Estado subsidiario, pero sin el lastre del pasado dictatorial.

Incluso, Piñera, al conmemorar 30 años del 5 de octubre, tuvo la audacia de desfigurar definitivamente los hechos y decir que los defensores del legado pinochetista y los demócratas chilenos bregaban por lo mismo.

La derecha económica se puso ya antes de la primera campaña de Lavín a hablar que la política y los políticos no atendían “los problemas de la gente”, pero ocultó el factor principal de las carencias de las políticas sociales, el Estado subsidiario. Hubo varios que hicieron suya esa retórica, no solo Lavín sino que ciertos ex concertacionistas se pusieron “cosistas”, señalando que lo importante eran las demandas “concretas” porque la política que ya no interesaba a nadie o a muy pocos. Esa moda se impuso, a la postre, el “cosismo” alimentó un duro apoliticismo reaccionario.

El fatal aplauso del corto plazo, fue premio generoso para los campeones del “cosismo”, se hicieron miles de pequeñas acciones de corto alcance, mientras en la derecha, los poderes fácticos reían a placer y el gran empresariado seguía extrayendo materias primas, llenándose de ganancias sin límite alguno y aumentando la desigualdad.

El movimiento de los “pingüinos”, el 2006, fue la primera movilización social de alcance nacional con una bandera de cambio estructural: una educación pública de calidad y el mejoramiento de las condiciones de estudio de centenares de miles de estudiantes afectados por el crónico deterioro de sus liceos y escuelas. Esa lucha social permitió restablecer el concepto de la responsabilidad del Estado aplastado y omitido por el libre mercantilismo imperante por la hegemonía mediática neoliberal.

Mientras el Estado sea impotente, mutilado, preparado sólo para reprimir con brutalidad y crueldad las protestas populares en contra de las injusticias, en la medida que así continúe definido en la Constitución el rol del Estado no se podrá reorientar a largo plazo, estructuralmente, tanto la economía como las políticas públicas y no se derrotará la desigualdad que fractura el país en dos, uno colmado de privilegios y otro sumido en la pobreza y las secuelas que provoca.

Esta semana juró un nuevo ministro del Interior, Rodrigo Delgado, militante de la UDI, partido que hizo del Estado subsidiario un objetivo primordial a defender, pero la nueva autoridad tuvo que decir, el día que asumió, “tenemos un Estado que da respuestas ochenteras a demandas que son millennials”, reconociendo el anacronismo y la insolvencia del Estado vigente en Chile. Los fanáticos de la fundación Jaime Guzmán y en la UDI no deben pensar lo mismo.

Así, el impulso reformador del estallido social del 18 de octubre sigue extendiéndose, incluso al gabinete de Piñera que, por el contrario, en sus definiciones del largo plazo está empeñado en una total preponderancia del mercado no importándole los costos que ese dogma ha provocado al desarrollo humano. La crisis que afecta a su gobierno arranca de ese mezquino objetivo utilitario.

Es muy improbable que el nuevo ministro del Interior haga cambiar el parecer de quien le nombró, que ya se acomodó a la rotación en ese cargo, así en la práctica hace de ministro del Interior de sí mismo. La ratificación del General Rozas en Carabineros confirma que Piñera puede entregar peones del tablero, pero que Rozas por alguna desconocida razón no se entrega, aunque tenga espinas. La suerte está echada, el ministro del Interior es desechable, pero Rozas seguirá apernado, el dolor de las víctimas no se escucha en el despacho presidencial.

Chile vive intensamente el reto civilizacional del siglo XXI, la libertad versus la opresión, la justicia versus las injusticias. La nueva Constitución, nacida en democracia, debe ser un potente factor para avanzar hacia una nueva manera de vivir y progresar, aquella en que “el hombre deje ser el lobo del hombre y se transforme en su hermano”.

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