Guardia Vieja y guardia nueva: la confianza extraviada

Asumidas las responsabilidades políticas y legales, lo ocurrido con la senadora Isabel Allende -como antes con el ministro Carlos Montes y el llamado "Caso Convenios"- no debe entenderse como una serie de hechos aislados. Es parte de un modo de relación política que, durante años, se ha venido sosteniendo de forma asimétrica.

No se trata de eximir a nadie. Tampoco de dramatizar. Pero también se trate de leer, no solo desde lo legal. Leer en el sentido de percibir que lo que aparece como contingente dice algo de una estructura o de un vínculo. Porque no es un caso, son síntomas. Un síntoma de la confianza desmedida -a veces indulgente- que el socialismo tradicional depositó en una nueva generación, confiando en que el ímpetu ético bastaría donde antes había experiencia. Esa relación, basada más en la proyección que en la transmisión, debe comenzar a reajustarse: dejando atrás la condescendencia de sus inicios y abrir paso a un vínculo más sobrio, menos cargado de ilusiones, y por lo mismo, más simétrica.

En política, como en tantas dimensiones de la vida, no solo importa cómo se ejerce el poder, sino también -y acaso con mayor densidad simbólica- cómo se lo cede. Y es en ese gesto, muchas veces inadvertido, donde se juega el espesor de un legado. Porque no siempre la decisión de delegar en las nuevas generaciones responde a un acto de lucidez; a veces es una forma de renuncia, nacida, por ejemplo, de una culpa no del todo asumida que por una voluntad real de delegación.

Durante los últimos años, el socialismo chileno -una tradición marcada por la experiencia del exilio, la dictadura, la transición democrática y su prolongada participación en el gobierno- estableció con la nueva izquierda una relación ambigua. Al principio la observó con indulgencia y le abrió espacio para desarrollarse políticamente, basta recordar las candidaturas por omisión. En parte porque su tono ético, impugnador y categórico, que aunque molesto, evocaba una rebeldía que muchos habían conocido en su propia juventud. Fue esa energía moral -más que su consistencia política- la que despertó simpatía. "Ellos harán lo que nosotros no pudimos", se llegó a pensar.

Esa confianza -diligente, entusiasta, por momentos casi reverente- se transformó pronto en una delegación tácita de responsabilidad. No se trató solo de ceder por cansancio o cálculo: la nueva generación contaba con capacidades propias y una energía política que la hacían merecedora de ocupar espacios de poder. Pero lo que importa subrayar también, es la actitud desde el viejo tronco socialista, que descansaron en la idea de que esta vez el relevo sería ético. Se pensó que bastaba con acompañar, con no interferir, con avalar. Y al hacerlo, más que orientar, se optó simplemente por dejar hacer.

El problema, por supuesto, es que toda confianza tiene su reverso. Cuando quienes reciben ese respaldo fallan, la mirada crítica no recae solo sobre ellos, sino también sobre quienes delegaron sin cautela. Eso es, en buena medida, lo que ha comenzado a aflorar en episodios recientes: la destitución de la senadora Isabel Allende, el conflicto del ministro Carlos Montes en el "caso convenio". Ninguno aparece como protagonista de una falta dolosa; ambos, más bien, como figuras que actuaron -o dejaron de actuar- bajo el influjo de una confianza que hoy se revela insuficiente.

Las primarias del oficialismo que se aproximan no dirimirán únicamente una candidatura presidencial. Representan, en un sentido más profundo, un ajuste de cuentas simbólico. No se trata solo de un recambio de liderazgos, sino de una inflexión estructural. Las izquierdas deberán enfrentarse entre sí no solo por el futuro, sino también por el pasado. Y deberán hacerlo en condiciones de igualdad. En ese escenario no estará en juego únicamente el próximo gobierno, sino también el derecho a narrar el pasado reciente de los gobiernos democráticos postdictadura. ¿Se lo impugnará? ¿Se lo rescatará? ¿Se lo integrará críticamente? ¿O se lo dejará atrás? De esa disputa dependerá también, en buena medida, el sentido mismo de un futuro común.

Tal vez ese sea el verdadero signo de este ciclo: el agotamiento de una relación construida más sobre proyecciones que sobre vínculos reales. Una confianza que creyó ver en otros lo que ya no podía sostener en sí misma. Como en toda relación asimétrica, el anhelo de continuidad terminó encubriendo una forma sutil de renuncia. Reconocerlo no es un gesto de ruptura, sino una advertencia: lo que no se revisa, tiende a repetirse. Solo la crítica honesta y el juicio responsable permitirán reconstruir la confianza sobre bases más reales.

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