Coescrita con Paulina Osorio Parraguez, antropóloga social, doctora en Sociología e integrante Red Transdisciplinaria sobre Envejecimiento de la U. de Chile
A fines de junio la OMS lanzó el informe "From loneliness to social connection" ("De la soledad a la conexión social"), que marca un hito al identificar y entregar evidencia de que la desconexión social -que se expresa en aislamiento y soledad- constituye en la actualidad un problema de salud pública. Esta afirmación no es menor, décadas de investigación han demostrado que la falta de vínculos sociales sólidos aumenta significativamente el riesgo de enfermedades cardiovasculares, deterioro cognitivo, depresión, ansiedad, adicciones e incluso mortalidad prematura. De hecho, sus impactos sobre la salud física y mental son comparables -y en algunos casos superiores- a los del tabaquismo, la inactividad física y la obesidad.
Al declarar la desconexión social como un problema de salud pública, la OMS señala con claridad que esta no es solo un malestar individual, sino que es un fenómeno estructural con raíces sociales, económicas y culturales. En efecto, esta desconexión social se intersecta con otras transiciones críticas que vivimos en la actualidad, la crisis climática y de habitabilidad urbana, los cambios tecnológicos que transforman los modos de interacción, y el debilitamiento de los vínculos comunitarios y las democracias.
La OMS nos recuerda que la conexión social no es solo tener gente cerca, sino sentirse parte de algo, tener lazos de confianza, apoyo y afecto. Es compartir con otros desde la reciprocidad y el sentido de pertenencia. La soledad aparece cuando sentimos una distancia entre los vínculos que quisiéramos tener y los que realmente tenemos. Y el aislamiento, cuando directamente faltan redes con quienes contar. No basta con estar rodeados de gente, lo que necesitamos son relaciones que nos hagan bien, que nos sostengan y que den sentido a nuestra vida cotidiana.
El informe destaca que ciertos grupos -como las personas mayores, adolescentes, cuidadores informales, personas migrantes y quienes viven en condiciones de pobreza o marginación- enfrentan un riesgo significativamente mayor de experimentar desconexión social, ya sea por barreras estructurales, condiciones de vida adversas o falta de acceso a redes significativas de apoyo y cuidados.
Una cuestión importante de hacer notar es que la soledad y el aislamiento no se viven igual en cada una de las edades y etapas de la vida. Y, en este sentido, quisiéramos destacar particularmente lo que ocurre durante la vejez cuando la desconexión social puede ser especialmente crítica, viéndose agudizada por otras situaciones y condiciones de vulneración social, como reducción de ingresos, pérdida de funcionalidad, dificultades para moverse, creciente y naturalizada invisibilización social y, en términos generales, disminución del status ganado en otro momento del curso de vida. En las sociedades contemporáneas se ha reforzado el estereotipo de que el adulto laboralmente activo es quien tiene mayor injerencia, vínculos, poder y agencia.
En este punto es importante recordar que a pesar de que el envejecimiento demográfico de las sociedades y el alargamiento de la vida pueden interpretarse como un logro del desarrollo; aún persisten imaginarios sociales muy arraigados, también en nuestra sociedad, sobre el lugar de retiro y aislamiento, en los márgenes, que ocupan las personas mayores. La vejez se piensa desde el temor y el tabú, lo que, entre otras cosas, lleva a marginar social e individualmente a las personas mayores.
Esto es especialmente relevante en un país con acelerado envejecimiento poblacional como el nuestro, en donde las cifras de los últimos censos muestran que el porcentaje de personas mayores de 65 años aumentó del 11% al 14% entre 2017 y 2024, mientras que el índice de envejecimiento-, el número de personas mayores cada 100 personas menores de 15 años- aumentó de 74,2 a 79 en el mismo periodo.
En este marco, visualizamos el Informe de la OMS como una oportunidad para actuar desde diferentes esferas de la sociedad, para fomentar una mayor conexión social a la vez que prevenir tempranamente el aislamiento, especialmente en las personas mayores. Las acciones desde el sistema de salud, del diseño de las ciudades, de las viviendas, de los servicios y de la participación social y política incidente, debiesen estar basadas en potenciar las conexiones sociales y fortalecer relaciones significativas, incluidas las intergeneracionales. La evidencia es clara: invertir en conexión social es invertir en mayor salud, cohesión social y bienestar colectivo. Un rol ciudadano más activo e injerente de las personas con mayores experiencias y trayectorias vitales debiese ser parte de las ideas y compromisos de los diversos sectores políticos, sobre todo en este año electoral. Nuestra democracia debe cimentarse en conexiones sociales más fortalecidas.
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