Segunda vuelta: la disputa por el sentido común

La elección presidencial dejó un resultado menos sorprendente de lo que, a primera vista, podría creerse. Que Jeannette Jara obtuviera 27% mientras la derecha -en sus diversas expresiones- reuniera cerca del 50% pareciera confirmar la vigencia de esa vieja etiqueta. Pero el dato, bien mirado, muestra algo más complejo: la derecha triunfa no porque la categoría "derecha" goce de buena salud conceptual, sino porque ha sabido ordenar temores y expectativas que la izquierda no logró interpretar.

Lo decisivo ahora no será repetir esa disputa -que solo consolida posiciones ya tomadas- sino interpretar lo que los electores efectivamente expresan. Y que es más complejo que una convicción o inclinación ideológica.

Hay un sector del país -firme, estridente, irreductible- que votará según su identidad política y no cambiará de opinión. Pero existe también un amplio grupo de ciudadanos que no se siente representado por ninguna épica, ni la refundacional ni la nostálgica; ciudadanos que se mueven entre sus temores cotidianos y sus aspiraciones modestas, y que desconfían de cualquier discurso que no aterrice en su experiencia inmediata.

Es en ese terreno donde se decidirá la segunda vuelta. El primer error sería insistir en el viejo eje izquierda-derecha.

El candidato de derecha ha procurado instalar -con una eficacia que conviene reconocer- un clivaje elemental: continuidad o corrección. La continuidad aparece en su discurso como la prolongación obstinada de un extravío; la corrección, en cambio, como la única forma sensata de recuperar el rumbo. Es una operación retórica conocida: exagerar el deterioro para que cualquier viraje, por radical que sea, adquiera la apariencia de moderación.

Pero esa ambigüedad abre una oportunidad: la de resignificar esos términos. Porque lo que mucha gente valora no es continuidad ideológica, sino continuidad de condiciones básicas de vida: más inversión pública en hospitales, más presencia del Estado en seguridad, más previsibilidad en políticas sociales que incrementen el bienestar gradualmente

La frase que circula con insistencia -"Chile debe volver a lo que era"- muestra bien esa tensión: se demanda un cambio cuyo objetivo es, paradójicamente, volver a una normalidad perdida, a un orden y estabilidad de progreso que muchos añoran, aunque ese pasado idealizado sea el de los años '90, un período que la misma derecha intentó, como estrategia, desalojar a los que entonces gobernaban. Esa aparente contradicción -añorar lo que ya no existe y que tampoco se desea plenamente restaurar- es menos irracional de lo que parece: lo que se busca no es el pasado mismo, sino la sensación de estabilidad y progreso que se le atribuye retrospectivamente.

Por eso, para no pocos votantes, el cambio no es lo contrario de la estabilidad; es el instrumento para restituirla. Lo mismo ocurre con la seguridad. Sería un error reducirla a cifras o promesas tecnocráticas. La gente quiere caminar tranquila por su barrio, sentir que el espacio público no es una amenaza y que el Estado tiene la capacidad -y la voluntad- de proteger.

Pero también quiere seguridad en su vejez, en su salud, en su trabajo. Aquello que los individuos no controlan, su vulnerabilidad esencial, pero respecto de lo cual esperan instituciones que no los abandonen. Entender eso es crucial.

Porque la derecha ofrece una seguridad parcial -la de las calles- mientras relativiza o privatiza la otra -la social-.La tarea de Jara será demostrar que la seguridad que importa es indivisible: que no existe tranquilidad en las plazas si no hay garantías en la vida doméstica; que la estabilidad cotidiana no se sostiene solo con policías, sino con un Estado que no deje caer a sus ciudadanos.

Por lo mismo, las categorías con que algunos intentaran dramatizar la contienda -fascismo, comunismo- solo interpelan a un grupo reducido, más ruidoso que representativo. La mayoría de los electores no vivirá el dilema en esos términos grandilocuentes, sino en la clave sobria del día a día: qué tan segura es la calle, qué tan predecible es su ingreso, qué tan confiable es el Estado. Esto abre una oportunidad: que discursos que parecían condenados a no tocarse crucen fronteras que se creían infranqueables. La disputa por el sentido común -no por las identidades ideológicas- es precisamente el terreno donde ese cruce puede ocurrir y donde una candidatura puede volverse plausible más allá de su perímetro natural.

El desafío entonces es simple de enunciar, pero difícil de ejecutar: mostrar que el sentido común no es propiedad de nadie, y que puede ser traducido en un proyecto que combine seguridad y cohesión social, orden y derechos, continuidad y mejora.

Para lograrlo, no basta con prometer moderación. Es necesario explicar -con claridad y sin complejos- que continuidad no es inmovilismo, sino cuidado de lo que funciona; que seguridad no es autoritarismo, sino protección del espacio común; que cambio no significa saltar al vacío, sino corregir el rumbo sin destruir la brújula.

La izquierda, durante años, perdió el contacto con esa sensibilidad. Esta segunda vuelta será una oportunidad -quizá la última en mucho tiempo- para recuperar ese hilo delgado que une la experiencia popular con un programa político plausible. Si lo hace, no será por una apelación identitaria, sino por la capacidad de hablarle a los electores no como abstracciones ideológicas, sino como ciudadanos que quieren algo tan simple como vivir sin miedo y con un horizonte de progreso.

Es ahí -en la interpretación del sentido común, no en la retórica del conflicto- donde se decidirá el resultado.

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