Hay oraciones que no necesitan precisar su autoría para ser ciertas. La sentencia atribuida a María Luisa Bombal cuando a mediados del siglo pasado se le ofreció adquirir otra nacionalidad -"¿Es posible renunciar a un país que tiene 300 volcanes?"- tiene la fuerza de esas verdades profundas que exceden la literalidad. Gracias a los avances de la vulcanología hoy sabemos que Chile posee más volcanes que los que en su época contabilizó nuestra escritora. Son alrededor de dos mil, pero la cifra es lo de menos. Lo que importa es la imagen poderosa que encierra: un país cuya identidad no se apoya en la calma, sino en la energía contenida; un territorio que late bajo los pies.
Chile es una anomalía planetaria: un territorio asentado mayormente sobre la frontera de dos placas tectónicas, donde la corteza terrestre se arruga y se fractura sin descanso. Cada volcán es, literalmente, una válvula de escape del planeta. Así, cuesta renunciar a un país que respira desde abajo, que se mueve, que palpita. Porque en términos geológicos, Chile no es estático: es un verbo. Tiembla, se eleva, se fragmenta, arde, se reconstruye. La frase atribuida a Bombal lo intuyó: la identidad chilena no está en el paisaje que vemos, sino en el proceso invisible que lo crea.
Un volcán es un recordatorio de que debajo de lo aparente siempre hay algo más. Y esa es también la naturaleza de Chile como comunidad humana: bajo la superficie austera y contenida hay fuerza emocional, creatividad, resiliencia. Esa es la paradoja científica que quizás más nos representa: donde hubo destrucción surge la mayor fertilidad del ecosistema. La ceniza que cae mata y luego convierte la tierra en un laboratorio de nutrientes. Así también funciona la historia nacional: las crisis nos han fracturado, pero al mismo tiempo han regenerado instituciones, ideas y proyectos colectivos.
Renunciar a Chile no es difícil por patriotismo, sino porque es un país que no termina nunca de empezar. Cada valle nuevo es un experimento climático; cada cordón montañoso, un desafío mineralógico; cada rincón húmedo del sur, una incubadora biológica; cada desierto, una plataforma astronómica.
Cuando Bombal -o quien sea- dijo: "¿Cómo renunciar a un país con 300 volcanes?", lo que tal vez en verdad expresó fue ¿cómo renunciar a un país que encierra más mundos de los que uno puede conocer en una vida? Pero hay mucho más. Esos volcanes son faros interiores: lugares que nos recuerdan que la belleza puede ser peligrosa y que el peligro puede ser hermoso. Son también relojes del tiempo prolongado: nos obligan a pensar más allá de nuestras biografías, nos empujan a la escala de miles de años, incluso millones.
Todo esto no es canjeable. Porque renunciar se hace respecto de aquello que es intercambiable. Chile no lo es. No hay un "otro Chile" en el mundo. Aceptar a Chile es reconocer su singularidad geológica, pero también la emocional: esa mezcla rara de fragilidad y fortaleza que nos obliga a habitar la vida con una conciencia desbordante.
Quizás por eso la frase nos golpea tanto. Porque declara que la pertenencia no se explica por obligación, ni por costumbre, ni por linaje; sino por asombro, por maravilla, por la imposibilidad de reemplazar lo irrepetible. Y Chile -con sus miles de volcanes reales y 20 millones de volcanes metafóricos- es irrepetible. No se renuncia a un país así. Se vuelve a él; incluso cuando uno está lejos, cansado o decepcionado. Se lo carga como un paisaje interior.
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