La implementación gradual de la reducción de la jornada laboral está ya en su segunda etapa, pues para abril de 2026 se alcanzarán las 42 horas, siendo el último tramo en el 2028, cuando se materialicen las 40 horas semanales, tal como está diseñado en la Ley 21.561. Esta transición no es trivial. Surgen, sin dudas, preguntas claves: ¿Nuestra economía está en condiciones de sostener este proceso? ¿Estamos, realmente, ad-portas de una nueva cultura laboral que priorice la conciliación vida personal-trabajo? ¿Serán necesarias nuevas reformas? ¿Las empresas chilenas podrán sostener este cambio estructural sin sacrificar su productividad? ¿Qué rol puede cumplir el diálogo social para llevar a buen puerto su implementación en cada unidad productiva?
Lo que uno observa, es que, en términos generales, la economía chilena cuenta con condiciones para sostener este cambio estructural. La reducción de la jornada laboral ya encontró a muchas empresas con la tarea avanzada, lo que permitió anticiparse parcialmente a sus efectos. En particular, numerosas organizaciones venían implementando estrategias de flexibilidad laboral, especialmente en lo relativo al inicio y término de la jornada, con el objetivo de mejorar la conciliación trabajo-vida personal y optimizar la gestión del tiempo.
Sin embargo, la capacidad de adaptación varía significativamente según el sector económico y el tamaño de la empresa. Mientras algunas compañías han logrado internalizar este cambio sin afectar su productividad, otras -especialmente aquellas con estructuras operativas más rígidas o menor margen de maniobra- enfrentan mayores desafíos.
En aquellos sectores donde los procesos productivos son altamente estandarizados, de carácter temporal y que requieren atención continua por parte de los trabajadores –como minería, agroindustria (particularmente el sector frutícola)- es evidente que estos cambios estructurales tienen impactos en la cadena productiva. No obstante, en sectores con mayor incorporación tecnológica o con esquemas de trabajo basados en resultados, han mostrado una capacidad de ajuste más rápida y eficiente.
La clave estará en seguir profundizando en modelos de gestión más flexibles, acompañados de inversión en tecnologías y capital humano que permitan sostener la competitividad en el nuevo marco regulatorio.
Eventualmente, futuras iniciativas en materia de reformas deberán considerar, de todas formas, una implementación gradual, con acompañamiento técnico y mecanismos de adaptación sectorial, para evitar impactos regresivos en productividad y empleo.
Esto, porque las reformas orientadas a la flexibilidad o adaptación laboral presentan un alto grado de complejidad en Chile debido a la coexistencia de estructuras productivas modernas con otras de carácter más tradicional, basadas en un uso intensivo de mano de obra y con baja calificación. En el primer caso, se observa la consolidación de culturas organizacionales y modelos de gestión que promueven la atracción de talento, junto con enfoques inclusivos que valoran la diversidad y la conciliación entre la vida laboral y personal. La mayor resistencia suele provenir de sectores donde predomina el empleo de baja calificación, en los que cualquier ajuste normativo es percibido como una amenaza al control de costos operacionales.
Y un potencial transformador que tiene esta ley reside en un cambio de paradigma cultural largamente esperado en el país. Comprende dos caras y, ojalá, por fin ocurra: por un lado, la necesidad de avanzar hacia modelos de eficiencia y productividad como factores de competitividad, dejando de lado el paradigma del control horario como única medida de desempeño y, por otro, la incorporación con mayor fuerza de la conciliación entre la vida personal y laboral como parte integral de lo que constituye un buen lugar de trabajo.
Ahora bien, una piedra angular en todos estos procesos es el diálogo social entre los actores laborales, porque la discusión no es solo técnica. Se trata de una conversación profunda sobre el valor del tiempo, la productividad y el trabajo decente como uno de los objetivos de desarrollo sostenible planteados por la ONU en la Agenda 2030. Un diálogo social robusto permite diseñar una hoja de ruta consensuada que evita el conflicto. Muchos estudios aseguran que aquellas empresas que adoptan el diálogo social como mecanismo central de gobernanza logran tejer sólidos vínculos de confianza, convirtiendo la colaboración en el verdadero motor de la sostenibilidad, superando la antigua y rígida cultura de la imposición.
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