Hacia una nueva Constitución

El 2020 se entra a la cuarta década desde que se impuso la Constitución de 1980. Sin las garantías democráticas mínimas que exige el Derecho Internacional y bajo férreo control represivo se concretó una imposición fraudulenta e ilegítima, así, Pinochet logró el objetivo de perpetuarse él y el séquito de incondicionales que lo rodeaba que después constituyó la UDI, así como, se aseguró instalar el régimen de concentración del poder económico que, a la postre, terminó haciendo colapsar esa misma estructura institucional injusta y opresiva.

Luego, Pinochet en medio de una mezcla de euforia y represión creó las AFP y las ISAPRES, generó la municipalización de la Educación, arrasó con los Derechos de los trabajadores con el llamado Plan Laboral, privatizó las riquezas fundamentales que habían sido traspasadas al Estado, por la nacionalización aprobada en julio de 1971, bajo la fachada de “concesiones” y echó abajo los avances sociales de casi un siglo.

En años posteriores la dictadura termino la privatización del patrimonio del país y de una infraestructura industrial y energética construida por el esfuerzo de varias generaciones.

Tras este ímpetu avasallador, aplicando el dogma neoliberal a ultranza, estuvo la codicia irrefrenable de la derecha económica, sin oposición, gracias al receso político impuesto con el implacable uso del terrorismo de Estado y una cruda y violenta represión institucionalizada a un costo social invaluable.

La dictadura creyó que tenía asegurada la perpetuación. La lucha del pueblo de Chile no lo iba a permitir. Con los caídos en la memoria, los detenidos desaparecidos, los ejecutados, exiliados y exonerados, las mujeres asesinadas, torturadas y vejadas.

Así, venciendo el dolor y el miedo se repuso la brega popular y el régimen fue cuestionado seriamente por las Jornadas de Protesta Nacional que, desde mayo de 1983, remecieron la dictadura y abrieron la ruta hacia el triunfo del “NO”, en octubre de 1988, y el restablecimiento de un gobierno civil, electo democráticamente en diciembre de 1989, que asumió en marzo de 1990.

La gran movilización social y política de las fuerzas democráticas y populares no logró sustituir la Constitución de 1980 por una nueva Carta Fundamental, nacida en democracia. Pinochet y los enclaves autoritarios soportaron el cambio de la dictadura a la democracia, se lograron reformas constitucionales relevantes, como las del año 2005, pero no se desplomó.

Por eso, esta semana se dio un nuevo paso fundamental en la Cámara de Diputados y el Senado al aprobarse la realización de un Plebiscito que propone el término de la Constitución de 1980 y la creación de una Convención Constituyente, electa en su totalidad, para la elaboración una nueva Carta Fundamental que sea, a su vez, plebiscitada cuando esté discutida y redactada por quienes el pueblo elija.

Hay personas que se han movilizado y no creen en esta victoria. Es en un error. Esta resolución del Congreso Nacional no es un regalo. Se trata de una victoria excepcional creada por la inmensa movilización social que sobrevino durante y después del 18 de octubre, es decir, el proceso constituyente nace de lo más profundo del alma nacional.

En consecuencia, hay que darle consistencia y llevarlo adelante. Frente a la derecha ultra conservadora, que organiza un último esfuerzo para salvar la Constitución del 80, hay una alternativa potente, ganar el Plebiscito del 26 de abril, aprobar la redacción de una nueva Constitución y luego generar una mayoría representativa, diversa, transformadora en la Convención Constituyente que al ser electa en su totalidad, podrá cumplir a cabalidad el propósito de lograr una nueva Constitución, nacida en democracia.

Este proceso por su amplitud y profundidad ha provocado una crisis política en la derecha chilena como no se había visto en muchas décadas.

Después de ser el eje de la coalición gobernante e imprimirle su sello conservador, ahora la UDI ve como acaba su hegemonía de décadas y anuncia que “congela” su participación en el conglomerado oficialista que carece de una perspectiva que le dé mínima coherencia y es incapaz de proyectar una acción común.

La nueva situación nacional confirma que se quebró la hegemonía conservadora dentro del bloque de poder oligárquico que se consolidó en la dictadura hasta la crisis actual, que en la práctica significó el liderazgo de la UDI sobre la derecha chilena. Lo qué pasó fue que “la desigualdad rompió el hechizo” y la injusticia salió a la superficie con todas sus consecuencias.

En suma, la crisis en la derecha no es una pataleta pasajera, el agotamiento del proyecto fundado y afianzado en la resignación de la población ante las tenazas de la desigualdad se agotó y la derecha vive duramente la ausencia de una perspectiva estratégica que le entregue respuestas ante la crisis que afecta los cimientos de su forma de vivir y de gobernar.

Por ello, no hay que paralizarse por ideologismos, Chile puede avanzar pasos enormes en la democratización de sus formas de vida y en una recomposición en la distribución de poder como era imposible imaginar hace dos meses atrás.

La derecha amenazante dice que el país está “fregado”, no hay que tener miedo, pero tampoco un irresponsable triunfalismo; Chile no está obligado a vivir en una extrema desigualdad, se puede vivir de otra manera, en democracia con justicia y libertad, pero no se avanzará si impera el sectarismo y la creencia que todo se puede hacer en forma simultánea.

La voluntad popular habrá de mantener viva la movilización ciudadana y la decisión de doblegar la injusticia y los abusos, alcanzando una justa distribución de la riqueza que nuestro país produce. Con la unidad de la mayoría nacional es posible.

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