La Constituyente y la economía del conocimiento

Para el sentido común nacional es difícil dejar de sentir nostalgia por una economía que crecía a 7,1%, que se mantenía el equilibrio en el comercio externo, se diversificaban las exportaciones, aumentaba el empleo y el salario mínimo subía en 60% en 10 años; especialmente si se piensa que la dictadura dejó un salario mínimo menor al de 1970.

Hoy todo muestra el fin irreversible del ciclo inaugurado por el boom exportador y extractivista que permitió al Estado financiar políticas de transferencia de renta (mediante bonos y subsidios focalizados) que contuvieron las más graves consecuencias de la desprotección social, sin modificar las bases de la estructura financiera y productiva heredada.

El Gobierno de Sebastián Piñera, lejos de responder a esta crisis, agravó sus efectos. Imbuido de un enfoque cortoplacista, subestimó las señales que la anunciaban desde hace más de una década. Desde 2011 las curvas empiezan a mostrar déficit externo, tipos de cambio desequilibrados, tasas de inversión nacional en retroceso y lo más grave -dada la supuesta ortodoxia neoliberal de su gobierno- un grave desorden fiscal. Resulta paradojal que a pesar de contar con un precio del cobre extraordinariamente favorable el Presidente Piñera no ha logrado proponer una ruta de salida que responda simultáneamente a las cifras duras, los proyectos de reforma legislativa y a las expectativas de la población.

En lo inmediato, el gobierno, coordinado con el Banco Central, podría tomar medidas urgentes, que podrían controlar los efectos más duros de la inflación. El Banco Central tiene margen para bajar las tasas de interés, Hacienda podría disponer de unos US$3 mil millones para financiar una cartera diversa de proyectos en obras públicas, vivienda social, créditos a las pymes, inversión en infraestructura educacional y de salud, que fomenten los empleos productivos y contrapesen la contracción del sector privado. Pero hasta el momento las señales del gobierno no han ido en esta línea.

Pero aunque el Gobierno se atreviera a dar el giro copernicano y escuchara las sugerencias de implementar un programa contracíclico, la pregunta de fondo igualmente quedaría abierta: ¿cuál es el futuro de nuestra economía? ¿Es posible esperar un nuevo boom de las materias primas? ¿Podemos fiarnos de una recuperación de la demanda china, que prolongue el ciclo, hoy decadente, de minería, pesca, celulosa y fruta? Y lo más importante: ¿podremos soportar un nuevo ciclo de estas características, sin sufrir un colapso ecológico-social de enormes consecuencias?

Una opción es crear voluntaristamente una falsa certeza optimista, como aquellos generales que aún en las peores coyunturas arengaban a sus tropas sobre la gran victoria que estaban a punto de lograr. Aunque no hubiera ninguna posibilidad de alcanzarla. Otra vía es empezar a tomar en serio el fin del ciclo, y buscar una ruta de salida, sabiendo que no tenemos un mapa que muestre el punto de llegada.

De allí que vincular el agotamiento del ciclo económico a la necesidad urgente de reformas políticas, por la vía Constituyente, puede ser una oportunidad para construir una salida efectiva, que tenga en cuenta a todos los actores (sociales, económicos, políticos, intelectuales) y que mire más allá del corto y mediano plazo. La nueva Constitución debe abrir una nueva ruta productiva, post-extractivista, que más allá de los correctivos contracíclicos de corto alcance proyecte un camino basado en el valor agregado de nuestros productos, permita mayor productividad y, como consecuencia, incremente los salarios, los tributos y la eficiencia de las políticas públicas.

Según el Ministerio de Economía el gasto en Investigación y Desarrollo se mantiene en una cifra insignificante, lejana al 2,4% de la OCDE. Los datos son aún más preocupantes si se descuenta lo que se invierte en los grandes observatorios astronómicos, bajo administración internacional. Estos centros, por sí solos, representan 12% en la ejecución del gasto en I+D+i en Chile. Las empresas sólo contribuyen con 33% (182.696. millones de pesos), apalancándose con subsidios y rebajas tributarias. El sector empresarial en la OCDE invierte en promedio 13 veces más. A su vez la alicaída industria manufacturera lidera la inversión ejecutando el 30,1% del gasto empresarial, los poderosos sectores agrícola y ganadero sólo ejecutan el 13,7%, mientras la minería sólo aporta el 7,4%.

Chile tiene 2,46 personas dedicadas a I+D+i por cada 1.000 trabajadores, mientras la media OCDE es de 8,06 personas. Otro dato es la centralización del gasto. La Región Metropolitana concentra 53,1%; luego Valparaíso, con 11,3%; y Biobío, con 7,2% del gasto en I+D+i.

El realismo muestra que no avanzaremos un ápice hacia una nueva matriz productiva "invitando" al sector privado a invertir en I+D+i, con pequeños estímulos tributarios o mesas redondas. Se necesitan estímulos y contra-estímulos político-jurídicos potentes. De allí que el rediseño de las instituciones democráticas se muestre cómo la condición sine qua non para la salida estructural a la crisis de las materias primas, a partir de diversificar la matriz productiva, valorizando las economías regionales y sus singularidades ambientales, con más y mejores empleos, basados en un mayor y mejor uso del conocimiento.

La Convención Constitucional, como momento de profundo rediseño político-institucional, más que ruta de salida en sí, es la oportunidad para dotar al Estado de las herramientas reguladoras y modeladoras del mercado que hoy no posee, imprescindibles para acometer esta urgente e impostergable tarea. Evadir o negar este problema se parece a cortar la rama del árbol en la cual se está sentado. Estamos a tiempo para evitar la caída.

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