Esta semana se reinstaló una vieja discusión sobre la pertinencia de la obligatoriedad del voto, a propósito de quitar la sanción ante la no concurrencia de los electores a sufragar. Este debate se ha dado en el marco de la discusión legislativa del proyecto impulsado por el Gobierno, que establece la votación municipal y regional de octubre próximo en dos días y que también rebaja el monto a desembolsar por el Estado por voto emitido.
Comencemos con una constatación simple, pero obvia. La eliminación de la sanción por no votar en las próximas elecciones implica, en los hechos, es dejar el voto como voluntario.
Los defensores del voto voluntario se amparan en dos ideas principales: Primero, que el voto es un deber cívico, pero no jurídico y, por lo tanto, no debe estar sujeto a ninguna pena. Y, segundo, que las fuerzas políticas deben ser las encargadas de entusiasmar y de movilizar a los electores. Estas ideas son comprensibles, pero discutibles.
Para entrar al fondo del asunto, hagámonos una pregunta previa ¿las elecciones son importantes? Pues bien, no hay duda de que en las democracias representativas son fundamentales. Es oportuno recordar que el resurgimiento de las democracias contemporáneas se hace posible mediante el mecanismo de la representación política. Así, el gobierno democrático contemporáneo depende de la interacción de tres elementos claves: El parlamento, la representación y las elecciones (sistema electoral). De esta manera, la participación política se lleva a cabo mediante representaciones institucionales.
Al respecto, el reconocido politólogo alemán Dieter Nohlen señaló que "las elecciones representan el método democrático para designar a los representantes del pueblo". Dicho todo lo anterior, entonces vale la pena preguntarse ¿por qué el voto debe ser obligatorio? Acá algunas razones que reafirman esta obligatoriedad.
Primero, porque el voto significa no sólo un deber cívico, sino que también un deber jurídico que supone asumir las decisiones políticas vinculantes en la sociedad. La política se puede comprender como la gestión del conflicto social, lo que impone una adhesión que va más allá de la voluntariedad en la vida social. Por todo lo que implica, el voto es un derecho, pero también un deber para con la comunidad.
Segundo, porque toda democracia requiere la participación real de los ciudadanos a la hora de elegir a las autoridades que ocupan cargos del Estado. Solo hay que recordar que, en la última elección municipal, con voto voluntario, la participación alcanzó sólo el 38% del electorado. Hoy tenemos alcaldes en ejercicio que fueron electos con menos del 20% del padrón electoral respectivo. La democracia es un régimen exigente que implica participación y civismo.
Tercero, porque el voto relegitima a las instituciones representativas. Por ejemplo, cuando una autoridad es elegida por el 20% del padrón es muy distinto a ser elegida por la concurrencia del 50% o 60% del mismo padrón, detrás de los candidatos electos hay más voluntades que implica más legitimidad. La experiencia ha demostrado que la voluntariedad del voto ha promovido un comportamiento electoral desigual. Así, mientras bajo el voto voluntario los sectores sociales con mayor capital cultural y social concurren mayoritariamente a sufragar, en aquellos sectores más vulnerables la participación electoral es notoriamente inferior.
Seamos claros, ante la crisis de representación política, el voto obligatorio es uno de los antídotos junto con más y mejor educación cívica y con partidos políticos sólidos y creíbles. Debemos tener la claridad conceptual y la convicción que la participación ciudadana es fundamental para la conformación de las instituciones políticas representativas propias de la democracia. El voto y las elecciones son la expresión concreta de la soberanía popular.
En simple, el voto es un vínculo único, insustituible y permanente entre las instituciones del Estado y los ciudadanos. Y, al momento de sufragar, se cristaliza uno de los ideales democráticos más relevantes. Este dice relación con que somos todos iguales más allá de toda consideración ideológica, de raza, de credo, de género o de clase.
Aunque parezca contrafactual, el voto obligatorio nos hace iguales y libres. Al momento de votar, hombres o mujeres, jóvenes o viejos, ricos o pobres, se hace posible esa vieja y potente idea sobre la cual descansa la democracia moderna, esta es "un hombre, un voto".
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