En México, durante las elecciones, aparecen cabezas decapitadas en las urnas; en Nicaragua, el régimen sandinista encarcela a los candidatos presidenciales opositores; en El Salvador, el independiente Bukele manifiesta claras tendencias autocráticas; en Colombia hace semanas impera el caos y la violencia política; en Venezuela la crisis es tal que ya poca atención se pone a la crisis migratoria que genera el socialismo del siglo XXI; en Argentina, su presidente presume orígenes europeos aunque el manejo de las vacunas por parte de su gobierno es de tercer mundo; en Perú, la polarización y el desfonde del sistema de partidos es tal que ninguno de los candidatos presidenciales garantiza gobernabilidad; en Chile, ad portas de tener una convención constitucional, estamos lejos del consenso superpuesto de John Rawls y más cerca de una Pleonocracia fuera de toda norma.
Por donde se mire, América Latina sigue sumida en la incertidumbre y la inestabilidad política y económica. Sigue atrapada en el caudillismo, la polarización, la demagogia, la pobreza, la corrupción, la anomia jurídica y el crimen organizado. Sigue, además, entrampada en proyectos globales que prometen el salto definitivo hacia la democracia plena, el bienestar material y una vida digna, pero que sin embargo, la devuelve al ciclo vicioso del fracaso marcado por el estancamiento económico y el atraso institucional.
América Latina lleva décadas sometida a redentores, de derecha o izquierda, que prometen sacar a sus diversos países del fango del subdesarrollo. Las derechas plutocráticas y las izquierdas matonescas, una vez que llegan al poder, no hacen mucho más allá de conformarse como oligarquías autocráticas de turno, con partidos y constituciones ad hoc, o terminan por impulsar dinámicas populistas apelando a un electorado descontento o desafecto. Basta ver el modo en que Bolsonaro y López Obrador abordaron la pandemia del Covid-19 para ver que el populismo es algo transversal en el continente.
Y es que el problema de América Latina no se resuelve con más derecha o izquierda, porque sus dificultades son profundamente institucionales. Por eso es errado creer que los triunfos presidenciales de ciertos candidatos, como Lasso en Ecuador o Castillo en Perú, solucionan el problema que afecta a dichos países sin abordar en profundidad el desafío de generar institucionalidades inclusivas que permitan salir del atraso, el analfabetismo y la pobreza a una gran cantidad de personas. Centroamérica es quizás un buen ejemplo de esto, donde imperan oligarquías que se llenan la boca con la democracia y la libertad económica, pero que siguen sosteniendo institucionalidades claramente extractivas.
Un problema es que en América Latina el desafío institucional se intenta afrontar desde un presidencialismo derivado en caudillismo. Esta es una de las principales dificultades endémicas del continente. Y es que como si se tratara de pequeños semidioses, cada tanto se asume que un presidente puede solucionar todo y por tanto debe cambiar a todo sin respetar ninguna clase de contrapeso, norma o límite a su gestión o sus afanes. Porque se presumen depositarios de la voluntad popular. Esa justificación plebiscitaria, convertida en proyectos globales, como la revolución bolivariana, solo se traduce en inestabilidad institucional, con otros poderes del Estado cooptados o disueltos, junto con políticas públicas deficientes, extremas y contraproducentes en términos económicos. En ciertos casos más graves, como el de Venezuela, esto termina en un cesarismo autoritario y militarizado difícil de erradicar que además sume en la miseria a un número importante de personas.
Por otro lado, los llamados milagros económicos, es decir, rápidos descensos de la pobreza, no tienen sentido si no se traducen en reformas que apunten a desarrollar mejores instituciones, más modernas, inclusivas, probas y eficientes, con una mejor infraestructura que haga estables tales avances para las personas en términos laborales, educacionales, habitacionales, de innovación y emprendimiento. El Covid-19 mostró la importancia de esto con brutal claridad. Incluso en Chile, según el Banco Mundial, más de 2 millones de personas volvieron a una situación de vulnerabilidad en pocos meses de pandemia. Así, si el crecimiento económico no se vuelve inclusivo y se extiende institucionalmente para estimular el desarrollo de habilidades y conocimientos que permitan a las personas innovar y crear trabajo, que es lo que genera una mejor calidad de vida en diversas dimensiones, solo termina siendo un voladero de luces en un viejo gráfico. Eso, en parte, explica el enorme apoyo a Pedro Castillo en la ruralidad peruana a pesar del llamado milagro peruano de los últimos años.
Durante décadas, América Latina ha depositado sus esperanzas para salir del subdesarrollo en dos perspectivas: por un lado, proyectos políticos globales, generalmente intervencionistas y estatizantes. Por otro, perspectivas económicas que presumen que es suficiente un alto crecimiento económico en un lapso determinado, sin considerar la necesidad de desarrollar la innovación o el desarrollo en I+D para darle sustento a tal crecimiento, lo que se traduce en lógicas abiertamente plutocráticas o proteccionistas.
En ambos casos se quiere ser como Nueva Zelanda sin hacer lo que hace dicho país hace en términos políticos, sociales y económicos. Peor aún, se refuerza el carácter extractivo de la institucionalidad política y económica sin generar avances generalizados y permanentes en las condiciones de vida de la población, que no dependan del asistencialismo gubernamental. Quizás el ejemplo más patente de esto es Venezuela antes y después de Chávez.
Mirado en perspectiva, el desarrollo institucional no solo favorece el bienestar económico generalizado de la población, sino que permite de alguna forma inocular a la ciudadanía respecto a los cantos de sirena de los demagogos y populistas del momento que, no hay que olvidarlo, se alimentan de los vacíos institucionales que favorecen el auge del descontento, la desconfianza y la falta de esperanza en el futuro.
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