La reciente elección ha develado una reiterada paradoja: lo que inicialmente parecían ser victorias resonantes, con el tiempo se transforman en una serie de desilusiones sorprendentes. Este fenómeno trasciende la mera aritmética electoral, tocando dimensiones más profundas y sutiles. Central en este drama es la incapacidad de reconocimiento del malestar que impregna el escenario actual. Más allá de la contienda numérica, hay un fracaso palpable en capturar e interpretar las experiencias y aspiraciones sociales y políticas del momento, lo que incrementa un creciente sentimiento de inquietud y desasosiego.
En esta desconexión yace una tendencia preocupante: la construcción de realidades alternativas que sirven más para reafirmar creencias preexistentes que para enfrentar verdades más complejas y, a menudo, incómodas. Este fenómeno refleja una especie de falacia idealista, donde el poder de conceptualizar una idea se confunde con la capacidad de hacerla realidad.
Una de esas aparentes certezas es el juicio extendido acerca de una despolitización a nivel ciudadano, caracterizada por un aparente desinterés hacia lo colectivo y una inclinación hacia lo meramente individual. Esta tendencia se manifiesta en decisiones que, a primera vista, parecen fluctuar caprichosamente, influenciadas más por circunstancias coyunturales que por convicciones sustanciales. Sin embargo, una observación más detenida de los resultados de los últimos plebiscitos, sugiere una interpretación alternativa, diferente a esta visión superficial.
Contrariamente a la idea de un simple agotamiento de la "cuestión constitucional", lo que realmente surge es una conexión más compleja entre la política y la posibilidad de un cambio constitucional. Varios estudios han mostrado que, si bien existía un considerable apoyo ciudadano a la idea de una nueva Constitución, este respaldo no era incondicional ni homogéneo. Lo destacable aquí es que, a pesar de la valoración desfavorable de las fuerzas políticas existentes, un factor decisivo para la aprobación residía en conseguir un apoyo transversal de estas mismas fuerzas. Esto sugiere que existía una comprensión más matizada y profunda de lo que realmente implicaba una "cuestión constitucional", comparada con la comprensión de las propias fuerzas políticas predominantes en cada ocasión. Por ello, un texto que dividía fue uno de los clivajes de ambas campañas.
En rigor, lo que se rechazó en dos ocasiones no fue tanto la discusión constitucional en sí, sino la reducción de esta discusión a un intento de imponer una agenda programática particular y específica. Este rechazo refleja el anhelo ciudadano de un proceso más inclusivo y representativo, que busque capturar la esencia de una verdadera voluntad colectiva. No poder responder a esta demanda ha sido el principal fracaso de este ciclo.
En una reciente entrevista, Kathya Araujo, destacada investigadora en el campo de la subjetividad nacional, señala sobre la actual dinámica política en Chile, la emergencia de una "política sin identificación", un término que encapsula la creciente brecha entre la ciudadanía chilena y la política institucional. Según su análisis, lo que a primera vista podría interpretarse como una despolitización de la sociedad no es tal, en realidad se trata de una forma de politización más profunda y personal, una que se halla desconectada de las estructuras y prácticas políticas tradicionales.
Araujo critica con agudeza la ausencia de un diálogo auténtico y la falta de estrategias a largo plazo por parte de los partidos políticos. Subraya la imperiosa necesidad de replantear la relación entre la sociedad civil y el ámbito político, una reconfiguración esencial para abordar los desafíos persistentes que enfrenta el país.
Así, llegamos a una conclusión fundamental: lo que realmente se encuentra en un estado de agotamiento no es el interés de la ciudadanía por la política, sino más bien un estilo de política que ha dejado de ser ilustrativo y enriquecedor para la sociedad. Esta forma de hacer política, caracterizada por la la impugnación y la ausencia de una oferta de horizontes de sentido, parece haber perdido su relevancia y eficacia. En otras palabras, se trata de una política que no logra articular desafíos significativos ni establecer restricciones coherentes y constructivas, fallando en ofrecer una narrativa que inspire y movilice a la sociedad.
En este sentido, el desafío para los líderes y partidos políticos es doble: por un lado, deben esforzarse por reconectar con la base ciudadana, entendiendo y abordando sus necesidades y preocupaciones reales; por otro, deben esforzarse por elevar el nivel del discurso político, ofreciendo visiones de futuro que sean tanto realistas como inspiradoras, que junto con abordar los problemas inmediatos, también abran caminos hacia un futuro más convocante.
En última instancia, la renovación de la política y su reencuentro con la ciudadanía no es solo una tarea de los políticos, sino un empeño colectivo. Requiere un compromiso compartido para reimaginar y reconstruir nuestra vida pública, una tarea que nos convoca a todos como miembros activos de una sociedad. Solo a través de este esfuerzo conjunto podemos esperar superar los desafíos actuales y forjar un camino hacia un futuro más esperanzador para Chile.
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