"Nosotros somos las palabras que cuentan lo que somos", Eduardo Galeano
Ya han pasado cinco décadas desde ese triste martes 11 de septiembre de 1973. Y aunque recién tenía tres años, recuerdo perfectamente haber sentido la preocupación de mi madre y la inquietud de mis hermanos mayores. Tiempo después supe que el nombre y la foto de mi padre habían sido publicados en la prensa entre los más buscados del país, tras la dictación del Bando 10, que incluía a otras 33 personas.
Pese a que mi padre fue asesinado en diciembre de ese año, bajo la mala excusa de la ley de fuga, no fuimos educados en el odio. Vivimos momentos duros y tristes, pero la fortaleza y entereza de mi madre nos permitió salir adelante. Fuimos víctimas, pero también una familia unida, donde el rigor y la disciplina iban de la mano con la comprensión y la tolerancia, la misma que nos inculcó nuestra madre, lo que nos hizo crecer sin revanchismos.
Frecuentemente, y con el paso de los años, pensaba en cuánto me habría gustado que mi padre hubiese estado presente en una de mis pasiones de niño, el fútbol, que me acompañara a una cancha y que estuviera presente, como solía ver en la vida de mis compañeros. Es en esos recuerdos, cuando comprendo la necesidad de educar a las nuevas generaciones, no para "adoctrinarlas", como suele decir la derecha, sino simplemente para que entiendan la diferencia y el dolor de crecer sin un padre, de ser apuntado con el dedo, de crecer sin su afecto, presencia y ejemplo.
Sin duda, hubo muchas otras familias en la región y el país que vivieron historias similares o peores a la nuestra, pero es duro ver como niños pequeños, como mi hermana Patricia o mis hermanos Ramón y Eduardo, perdieron su niñez ayudando a mi madre a salir adelante cuando no había ingresos regulares y algunos nos querían echar a la calle. Hoy algunos se llenan la boca con un terreno de mi familia, que fue el que permitió nuestra sobrevivencia, el que financió mi educación a través de las papas que mi madre plantaba y cosechaba para luego venderlas con la ayuda de mis hermanos.
Hoy, cuando ya han pasado 50 años, agradezco que tras el hito trágico que significó para todos nosotros la muerte de mi padre a sus tempranos 33 años, pueda ver y analizar todo lo que ha sucedido en Chile desde una óptica más amplia, la misma que me ha ayudado principalmente en mi carrera política. Porque desde muy pequeño entendí que, para hacer cosas, había que luchar, pero también había que hablar con otros, buscar acuerdos y lograr consensos, porque todo resulta un poco más fácil cuando la mayoría empuja para el mismo lado.
Por eso, habiendo visto cómo se hicieron esfuerzos en la conmemoración de los 30 y 40 años del golpe militar, para que esa experiencia trágica y dolorosa sirviera como un piso mínimo, para decir que asumimos nuestra diversidad, nuestras diferencias y que pese a ello, era posible pensar en un futuro común. Hoy observo con preocupación que en el mismo año en que llegamos al medio siglo del quiebre de la democracia, no habrá una conmemoración a la altura.
Porque hasta donde yo entiendo, no se trata de imponer una "verdad" a nadie, ya que a estas alturas hay cosas muy claras e indesmentibles, como que el golpe de Estado no se hace por un supuesto mal gobierno de Allende, sino que se planificó desde antes que asumiera, como lo han transparentado sus propios promotores, desclasificando documentos gubernamentales secretos de esa época.
Tampoco hay dudas -y ahí están los informes Rettig y Valech como testimonio- acerca de la existencia de las violaciones a los derechos humanos de miles de chilenas y chilenos, desde el minuto uno de la asonada civil-militar. Seguir intentando negar estos graves crímenes o hacer llamados a definirse contra la violencia sin condenar el acto más violento que fue el propio golpe, no tiene sentido a estas alturas de la convivencia de la humanidad.
Creo profundamente que en esta conmemoración se debieron extremar los esfuerzos, las conversaciones, los diálogos públicos y privados, para poner de acuerdo y con tiempo, a todos los actores relevantes de la sociedad chilena, políticos, civiles y militares. Porque como señala la cita de Galeano al inicio de esta columna, "somos las palabras que dicen lo que somos". Este año debimos ser diálogo, acuerdo, amistad cívica, tolerancia, amplitud, generosidad y no partisanos, voto duro, seguidores o fanáticos.
Precisamos recuperar las palabras y los sentidos comunes. Pero también es momento de recuperar el tiempo perdido en la búsqueda de tesis de reemplazos, de superioridades morales, de inexperiencias no asumidas, de errores no forzados que nos pueden terminar costando caro. En un contexto de retroceso histórico, de la amenaza de un patriotismo mal entendido, del negacionismo, y lo que es peor, del resurgimiento de un pinochetismo trasnochado, se necesita de esa voluntad política que marcó la lucha contra la dictadura y la recuperación democrática y que hoy se echa de menos.
Es lamentable que ésta, probablemente, sea una conmemoración que no esté a la altura que merecía. Las chilenas y los chilenos merecían más. La memoria de mi padre, pero también de tantas y tantos, merecía más. El ejemplo y el mensaje de Allende en La Moneda ese 11 de septiembre aciago merecía más. Lástima, que perdimos la oportunidad.
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