El Gobierno insiste en presentar el fortalecimiento de la seguridad municipal como una prioridad. Sin embargo, el proyecto de ley que regulará esta materia evidencia algo muy distinto: un diseño improvisado, técnicamente débil y políticamente desorientado, que amenaza con transformar la gestión local de la seguridad en un entramado burocrático difícil de sostener.
La magnitud del problema es evidente desde la primera página. Estamos frente a un texto que contiene 69 artículos permanentes y 16 transitorios, una estructura que, por su sobrecarga normativa, contradice abiertamente la naturaleza de una ley marco. En vez de fijar estándares y orientaciones generales, el Ejecutivo optó por redactar un catálogo minucioso de procedimientos internos, definiciones operativas, requisitos administrativos y remisiones superpuestas. El resultado es un cuerpo normativo fragmentado, repetitivo y con riesgo evidente de colisión normativa con leyes ya vigentes.
Un ejemplo paradigmático es la regulación de la flagrancia, innecesariamente replicada en el proyecto que se discute en el Congreso, pese a existir legislación robusta y vigente sobre la materia. Esta duplicidad no solo es técnicamente incorrecta, sino que expone a los municipios a cumplir normas contradictorias o superpuestas, generando ineficiencia y confusión jurídica.
El problema no es meramente formal. Un marco normativo sobredimensionado rigidiza la acción municipal. Comunas con equipos pequeños y baja capacidad administrativa serán las más perjudicadas ya que deberán destinar recursos a cumplir obligaciones burocráticas que aportan poco o nada a la prevención del delito. Así, el proyecto termina siendo paradójico: bajo el pretexto de "fortalecer" a los municipios, en realidad los termina asfixiando, con exigencias que dificultan su labor básica.
Aquí se revela la falla de fondo: la ausencia de una conducción política clara del Gobierno en materia de seguridad. No hay diagnóstico estratégico, no hay definiciones sobre el rol municipal y no hay coherencia institucional. Presentar una iniciativa tan extensa, tan detallista y, a la vez, tan conceptualmente débil es un síntoma de improvisación. En un país golpeado por la criminalidad, esta falta de liderazgo no solo es preocupante, es irresponsable.
Pero incluso dentro de ese caos normativo hay elementos rescatables. El proyecto reconoce, por fin, que la seguridad se gestiona en el territorio, no desde el nivel central. Avanza en profesionalización, en estándares de coordinación y en uso de tecnología. Los municipios son hoy el primer frente de respuesta ante incivilidades, delitos e inseguridad urbana, y cualquier marco legal debe reconocer esa realidad.
El punto es que nada de eso justifica esta sobrerregulación. Para que una ley sea eficaz, debe ser clara, coherente y aplicable. Este proyecto, tal como está, no cumple ninguno de esos criterios. Por eso la discusión legislativa debe corregir de manera profunda su estructura, eliminar duplicidades, ordenar conceptos y devolver al Ejecutivo la responsabilidad de dictar los reglamentos que correspondan. Lo que no puede ocurrir es aprobar por cansancio un texto que acumula normas, pero no soluciona problemas.
La ciudadanía exige respuestas concretas y los municipios necesitan herramientas funcionales, no un manual burocrático disfrazado de reforma. Chile no puede darse el lujo de seguir improvisando en seguridad. Lo que corresponde es legislar con rigor técnico, con sentido práctico y con la madurez institucional que este tema exige. Solo así podremos construir una ley que sirva para lo que realmente importa: proteger a las personas, no llenar páginas del diario oficial.
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