Era el turno de mi hija. Al fin, después de 5 años de esfuerzo familiar, recibiría su título.
Estábamos en el gran salón de la universidad. Todos los nuevos profesionales estaban sentados en las primeras filas y nosotros, los familiares, más atrás. Tan nerviosos y emocionados como ellos. Mi hija, mi niñita, estaba por titularse.
Cuando la nombraron para que pasara a recibir su título, me apure y saqué mi smartphone, que hace poco había comprado, para fotografiar el momento.
Comencé a sacar fotos desde que subió al escenario, sin parar, todos los instantes debían quedar registrados y mientras lo hacía, comencé a recordar el inicio, cuando después de haber sabido los resultados de la PSU, ella me miro a los ojos y me dijo: “Papá, estudiaré psicología. Es lo que siempre he querido”.
Su mirada fue tan decidora que sabía que nada de lo que le dijera cambiaría su opción. Yo sabía que esa era una muy mala carrera, no por su contenido, sino porque le costaría encontrar trabajo.
Está lleno de psicólogos, son independientes, se instalan con una consulta y se sientan a rezar para que les lleguen pacientes, quizá por cuánto tiempo más tendría que seguir manteniéndola, ahí mismo olvidé las ganas locas que tenia de cambiar el auto.
Mientras pensaba todo eso, no paraba de sacar fotografías, todos los momentos debían quedar registrados. Unas carcajadas del público me hicieron reaccionar y dejar de pensar en el duro ingreso al mundo laboral de mi hermosa hija y mi mente regresó al aula magna de la universidad.
¿De qué se rieron? No lo sé, pero da lo mismo, mi hija ya bajaba con su diploma en la mano.
Terminó el evento, todos titulados. Nos invitaron a pasar a una sala continua a un cóctel.
Al fin pude abrazar a mi hija y felicitarla, ella me vio y se colgó de mi cuello, como siempre lo hacía, y luego de que su madre la terminara de besuquear, me preguntó si me había gustado la sorpresa.
“Sorpresa, ¿Qué sorpresa?” dije, me miro con cara que combinaba perfectamente la angustia con la incredulidad.
“Seguro no se dio ni cuenta, nunca valora nada” dijo mi ex esposa, su madre, con ese tono sarcástico de siempre. Estábamos en eso cuando llego Claudia, la mejor amiga de mi hija.
“Hola tío ¿Le gustó la polera? el estampado lo hicimos en la nueva empresa de mi pololo, apoyando el emprendimiento familiar”. Mi hija no me sacaba la vista de encima, yo no entendía nada y no decía nada, cualquier cosa podía ser utilizada en mi contra, me excusé y fui corriendo al baño, algo había pasado y yo no estaba enterado.
Comencé a revisar las fotografías con la esperanza de encontrar algo ahí, y lo encontré: mi hija, mi princesa, antes de recibir el título, levantó la túnica que cubría su ropa y debajo de ella había una polera estampada con mi cara y con la frase: “Gracias papá por confiar en mi”. Me perdí el momento más importante de mi vida.
Presente es sinónimo de regalo ¿cuántas veces recibimos ese regalo? Siempre, ahora mismo, pero, ¿cuántas veces lo disfrutamos?
Al igual que este “papá” muchas veces en nuestro diario vivir nos angustiamos por cosas que quizás sucederán.
Nos pasamos el tiempo suponiendo cosas, viviendo angustias que quizá en el futuro ocurran o quizás no y no disfrutamos del presente, de esos pequeños momentos que la vida nos regala en cada instante.
Vivimos planificando nuestra felicidad, cuando la felicidad no es un destino, sino como vivimos la vida.
¿Cuantas veces nos hemos encontrado en la misma situación que este papá? Cuidado por que no necesitamos la titulación de nuestra hija para perdernos este regalo llamado presente, ni siquiera necesitamos una preocupación, solo necesitamos nuestro Smartphone y las redes sociales para no disfrutarlo, para no compartir, sociabilizar, amar, vivir.
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