Una ficticia identidad católica

Aún falta mucho por conversar y discutir para llegar a un diagnóstico respecto de la crisis que vive la Iglesia católica. Aún no podemos explicar cómo el clero de una institución que quería iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo pudo haber llegado a convertirse en la principal abusadora y encubridora a nivel mundial (Chile, Pennsylvania, Irlanda, Australia, etc.). Sin diagnóstico no tenemos cómo encontrar una salida a la crisis.

El abuso de poder, de conciencia y sexual es solamente la punta del iceberg, por ello es de capital importancia preguntarse cuál es la masa de hielo que aún permanece invisible bajo el agua.

Quisiera ensayar una reflexión en este sentido, la iglesia vive una crisis espiritual [1]. Se trata de un empobrecimiento extremo de su espiritualidad y aquello es a la vez causa y consecuencia de la negación de su relación con la realidad del mundo. Paradojalmente, la guía ideológica de este empobrecimiento no es otro que el mito de su propia identidad.

Hay diversos síntomas de esto. Un conocido teólogo chileno ya fallecido se quejaba en los años 90 de la «proletarización intelectual del clero». Con ello se refería no sólo a su falta de interés en la teología, la que estudian a regañadientes y evitando entrar en los problemas más gordos y complejos del pensamiento cristiano, sino a la absoluta falta de interés en comprender y dialogar con la realidad del mundo contemporáneo.

¿Recuerdan algún sacerdote generando nuevas ideas para comprender el mundo en que vivimos?

¿Cuál es la relevancia actual del discurso de los teólogos y teólogas más allá de la auto legitimación al estilo del Baron de Münchhausen tirándose de la propia trenza para salir del pantano?

¿Qué procesos creativos llevan adelante los monasterios chilenos además de la fabricación y comercialización de chocolates y de mermeladas?

¿Qué nuevos bosques de símbolos ha creado la Iglesia en las últimas décadas?

Hay un eclipse cultural en la Iglesia católica, un apagón de creatividad que ha hecho de esta Iglesia un gueto intelectual, social y cultural. Sin la creación de esos nuevos medios culturales (intelectuales, sociales, simbólicos) la Iglesia ha perdido toda oportunidad de dialogar con el mundo y de influir en la elaboración del sentido de la vida.

Los movimientos teológicos que hicieron posible el Concilio Vaticano II se caracterizaron por un intenso proceso de creatividad. No es casual que aquella creatividad estuviera basada en cuatro pilares: una revitalización de la creatividad litúrgica, un redescubrimiento de la tradición patrística, una renovación del ecumenismo (abandono del unionismo como paradigma) y una sacudida de los estudios bíblicos del pesado fardo de la apologética doctrinal.

Estos cuatro cauces nutrieron al cristianismo del siglo XX de nuevas ideas, nuevas relaciones sociales, nuevas perspectivas de lectura de sus fuentes y nuevos acerbos simbólicos.

Durante los primeros años del pos Concilio se multiplicó la creatividad teológica hasta que Juan Pablo II, por secretaría, asfixió esta creatividad sancionando teólogos, nombrando obispos obedientes e intelectualmente limitados e imponiendo un sistema de educación teológica, vigente hasta hoy en muchas universidades, basado en manuales con «doctrina segura» en lugar de las fuentes de la rica tradición teológica.

Las facultades de teología universitarias se convirtieron hasta ahora en centros de repetición de la doctrina y no en lugares donde el diálogo con la cultura fuera el principio rector.

La formación del clero se enclaustró y el currículum teológico se fue haciendo cada vez más endogámico, menos bíblico, menos práctico, más doctrinal. En síntesis, se divulgó una teología que estaba hecha especialmente para los clientes, los funcionarios clericales. La teología se McDonalizó y con ella la formación de los cléricos dejó de ser universitaria.

En América Latina hubo intentos de sostener esa creatividad. Ernesto Cardenal en Solentiname, siguiendo la inspiración de Thomas Merton es un ejemplo de ello y fue destrozado por las políticas de Juan Pablo II, quien lo humilló públicamente en su visita a Nicaragua en 1983.

En Brasil, el trabajo de Pedro Casaldáliga, otro sacerdote-obispo poeta, como Cardenal y Merton, fue demolido por el obispo que lo sucedió en San Felix de Araguaia.

Todo ha terminado en ruinas, como el IDECA, el instituto de teología andina, desmontado por el Obispo Opus Dei que hasta golpes propinó al teólogo Diego Irarrázabal.

En Chile, los curas obreros fueron parte de la misma corriente: renovación eclesial como producto de una nueva relación con los medios artísticos, sociales, intelectuales y simbólicos. Todo se vino abajo, fue dinamitado explícitamente desde el Vaticano, con la complicidad o pasividad de muchos teólogos que obedecieron a Roma o toleraron sus abusos.

Se impuso entonces un catolicismo identitario, preocupado por definir sus fronteras con el mundo, amurallándose en la repetición de lo que se tenía por seguro.

Este catolicismo identitario tiene un manifiesto: es necesario tener clara la identidad propia antes de ir a dialogar con otros, por que de lo contrario, uno se puede desnaturalizar.

He escuchado frases similares a teólogos (sobre el Ecumenismo) y a políticos (a propósito de la inmigración actual). No sé si se darán cuenta del peligro que esta afirmación entraña. Se afirma la identidad de la Iglesia (o de las instituciones ligadas a ella, como la universidad, o un colegio, o una congregación) como si fuera una sustancia, algo que no cambia ni se transforma; en la PUC, por ejemplo, se representaba la identidad católica mediante una huella digital, lo que no se altera con el tiempo, querían decir.

¿Qué ocurre cuando un colectivo se inventa un discurso sobre su identidad? Francesco Remotti piensa que ocurren cuatro cosas. Se inventa un «nosotros» en contraposición a «otros» que son vistos como una amenaza o una incomodidad. Se defiende a toda costa la integridad del colectivo.

Se producen procesos de limpieza que no son otra cosa que la expulsión de lo que se considera sucio o amenazante de la pureza del colectivo. Por último, Remotti piensa que el colectivo identitario se enceguece y pierde todo interés en lo que ocurre fuera del «nosotros».

Así se aísla y pierde la atención de la realidad y en el diálogo con los «otros» que la comprenden de otro modo. Sitúa todo su esfuerzo en acumular para sí, en reforzar internamente la fidelidad a los principios identitarios. Un colectivo así, y es lo que le ha pasado a la Iglesia, deja de ver la complejidad del mundo en el cual vive.

A la larga, deja de interesarse en comprenderlo y en relacionarse con la pluralidad de él y sólo se dedica a explotarlo, a subyugar a los otros, a la naturaleza, para extraer beneficios acumulables para el propio colectivo. De ahí la alianza de sangre que el catolicismo identitario, elitista y conservador, ha hecho con el capitalismo extractivista y explotador.

La Iglesia dominó la creación cultural por siglos. Cuando el mundo moderno decretó su autonomía la Iglesia intentó frenar por todos los medios la emancipación política, intelectual y artística del nuevo orden.

Obviamente no logró detener aquello y el resultado de aquel esfuerzo inútil (y contrario al despliegue de la humanidad) es, a final de cuentas, una insostenible sequedad espiritual y una falta de capacidad de empatía con el acontecer.

Quedó convertida en una institución mundana, sin conexión con su Espíritu fundador, enclaustrada en su lógica de dominio que ya no puede realizar en lo público, pero que la ejerce justamente sobre los más débiles y sobre los más creativos e imaginativos, los niños y niñas.

El abuso sexual infantil y su encubrimiento (que no es sino la prueba de su legitimación institucional) es el último reducto donde este catolicismo identitario ha buscado con ansiedad anclar su identidad ficticia.

La vida religiosa y clerical, tal como está, no tiene nada que ofrecer para salir de esta crisis espiritual, puesto que está afecta por esta misma patología identitaria. Salir de esta crisis requiere una nueva forma de convivencia, requiere aprender a vivir en la pluralidad y complejidad del mundo actual.

Pero la vida religiosa, en forma predominante, enclaustra sus miembros en comunidades uniformes (mismo sexo, mismo carisma, misma misión, mismas creencias, misma clase social). De esa forma, no volverá a conectarse con el mundo real.

Es imposible, en las actuales formas de la vida religiosa, que se encuentren en paridad de condiciones con los que ellos mismos ha definido como «otros».

La vida religiosa juvenil tampoco se forma intelectual o profesionalmente junto a los «otros» (están llenos de excepciones y salvedades «por su condición»). Los religiosos o religiosas raramente viven de su propio trabajo y lo que es casi más grave es que muchos no tienen conciencia de dónde sale su sustento diario.

Viviendo en tal nivel de enajenación cultural no podrán volver a proponer nuevas ideas, nuevas relaciones sociales ni nuevas frondas simbólicas; seguiran hablando sin que nadie les preste atención.

Afortunadamente, el cristianismo tiene en su historia una forma de salir: reconocer su pluralidad histórica, volver a mirar la Escritura como una cantera de símbolos que muestran que el Espíritu es más un enigma que una ecuación identitaria. Sin ello la Iglesia seguirá reafirmándose a sí misma abusando de los que pueda, porque desde hace siglos es lo que ha aprendido a hacer.

[1] Una idea desarrollada por Karla Huerta en la siguiente columna: http://www.periodistadigital.com/religion/opinion/2018/05/05/sinodos-locales-para-la-eleccion-de-obispos-iglesia-religion-dios-jesus-papa.shtml

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