El estado de salud de las personas migrantes es un tema poco explorado como política pública en América Latina, aún menos cuando esas personas son migrantes de las disidencias sexuales. Sin duda se requiere reducir las disparidades de salud existentes en esta población y la alta prevalencia de intentos de suicidio que exhiben: entre 10% y 20% en personas lesbianas, gay o bisexuales; y 41% en personas transexuales, en contraste con el 4,6% del resto de la población. (Williams Institute, UCLA /American Foundation for Suicide Prevention, 2014).
Un reciente estudio que realizamos en la Universidad de Chile, sobre las trayectorias de personas migrantes de las disidencias sexuales, entrega algunas luces sobre su salud mental y los desafíos pendientes a nivel país. Parte de los resultados se presentaron en un seminario sobre "Salud Mental y migraciones", hace unas semanas en Antofagasta. El estudio, realizado durante tres años, considera más de 40 entrevistas en profundidad a personas migrantes LGTBI+, avecindadas en Chile entre 1 a 15 años, con distintas experiencias de vida laboral y situación económica.
Para empezar, es importante indicar que una parte importante de las personas migrantes LGTBI+ (lesbianas, gays, trans, bisexuales e intersexuales) vive discriminación, persecución política y violencia estructural e interpersonal en sus países de origen, razones que suelen ser parte de la motivación para migrar en busca de una mejor vida, acceso a derechos denegados o, directamente, para mantenerse con vida. A ello la literatura especializada le ha llamado "sexilio". Para algunas personas LGTBI+, la migración se presenta como una oportunidad de decisión, pero también como un problema u obligación.
De hecho, a su llegada a Chile, las personas migrantes de las disidencias se encuentran con una serie de barreras y discriminaciones tanto personales como institucionales, que se sustentan en la hetero(cis)normatividad del país, la promoción social de relaciones de poder desiguales entre géneros y las múltiples segregaciones que les afectan, ya sea por su orientación e identidad LGTBI+, su condición de migrante (xenofobia), su condición social (clasismo) y/o pertenencia a pueblos indígenas o afrodescendientes (racismo).
En este estudio se pueden apreciar algunas de estas barreras y cómo las entidades estales de intervención trabajan solo bajo lógicas sectoriales clausuradas: o bien de género, sexualidad o migración. Por ejemplo, algunas mujeres lesbianas y migrantes dicen que se inhiben de asistir a centros de salud por el maltrato por su orientación y, a la vez, por el temor a ser denunciadas y expulsadas cuando están en situación irregular. Además, reportan maltrato en estos espacios por la conjunción de nacionalidad y sexualidad. También otras personas migrantes de las disidencias viven exclusión del mercado laboral pese a disponer de títulos universitarios, ya que cruzan la imposibilidad de homologar, debido a la salida abrupta de su país de origen, con no disponer de la documentación respectiva. O simplemente no consiguen trabajo por su expresión de género. Por último, algunas personas trans ven vulnerado su derecho a adquirir un nombre social, ya que su tramitación depende de una documentación que no pueden adquirir en sus países de origen (como el certificado de nacimiento, porque han cortado lazos familiares, por la situación política de estos o bien porque es un cambio que implica un proceso engorroso, largo y caro.
Lo anterior no hace más que agravar su salud mental. En el estudio queda en evidencia que el prejuicio sexual hacia personas LGTBI+, así como la xenofobia y el racismo cotidiano e institucional, es un tipo de experiencia de carácter negativo que posee efectos duraderos y acumulativos en la salud de las personas migrantes y de las disidencias. De hecho, todas las personas entrevistadas en la investigación indicaron que en algún momento de su vida han tenido alguna ideación suicida por la violencia vivida sobre todo a partir de su orientación o identidad de género. A su vez, muchas reportan que durante su estadía en Chile han experimentado ansiedad, depresión, angustia, aislación, estrés e incluso, en algunos pocos casos, consumo de sustancias como vía de escape.
En Chile, como país de recepción, estas situaciones de discriminación se convierten en factores estresores que les generan efectos directos en su salud mental y que les hace recurrir, principalmente, a redes interpersonales como espacio de contención. El soporte y ayuda que no encuentran en la sociedad chilena, altamente heteronormada, suele provenir de las organizaciones de la sociedad civil que, según los testimonios, se alzan como soporte emocional, "familiar", de libertad y de seguridad que les ayudan a combatir los efectos negativos que les acarrean las tensiones sociales que viven individualmente, llegando algunos incluso al activismo político disidente, exigiendo derechos y reconocimiento.
Si bien se han abierto nuevos caminos de alianza entre este activismo y diversos dispositivos de gobierno, aún son insuficientes. Falta visualizar que las experiencias de vida de las personas migrantes de las disidencias sexuales no solo están cruzadas por el nacionalismo y la racialización que, muchas veces, están instauradas como lógicas de relación en nuestra sociedad, sino también el clasismo y la hetero(cis)norma que inciden en que, efectivamente, puedan ser consideradas como personas legítimas para habitar nuestros espacios. De esta manera, pensar en derechos sociales para la ciudadanía implicará, por tanto, repensar qué se entiende por "ciudadano/a" residente en contextos móviles como los actuales. Sin duda, un gran desafío por delante.
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