Cambia el gobierno y nuevamente se renuevan las expectativas para que se generen transformaciones sustantivas en el sistema de salud chileno. La reforma de 1980, que impulsó el desarrollo del subsector privado, descentralizó y fragmentó al sistema público, se ha mantenido prácticamente inalterada en los últimos 40 años.
Sólo se logró aprobar un conjunto de leyes el año 2005, con el plan AUGE como elemento insigne y luego la ley conocida como "Ricarte Soto", para que en algunos padecimientos poco frecuentes se facilitara acceso universal a tratamientos de altísimo costo. Y poco más.
Nuestro sistema sigue respondiendo mal a los desafíos de salud derivados del envejecimiento y de la fuerte presencia de determinantes sociales de la salud. Responde mal por múltiples razones. La primera es porque el país invierte poco y mal en mantener a la población sana. El acceso a condiciones para una vida saludable esta muy ligada al nivel socioeconómico de las personas; el gasto público y nuestras capacidades para las actividades que anticipan el daño previniendo los padecimientos crónicos, estabilizándolos y evitando hospitalizaciones, son claramente insuficientes.
La segunda es que el sector público sigue sub financiado, porque tanto el sector privado como el público tienen serias fallas de organización y de gestión. La estructura segmentada y fragmentada del sistema ha permanecido básicamente igual, con su correlato de inequidad y de ineficiencia. Dada la complejidad del desafío y sus múltiples frentes, surge la pregunta obvia de por donde avanzar y si es posible hacer todo al mismo tiempo.
La primera línea de trabajo guarda relación con potenciar políticas sociales integrales e intersectoriales, que impacten de manera eficaz en las determinantes sociales, particularmente en disminuir obesidad y sobrepeso, en factores de riesgo en salud física y mental, en promover una vejez autovalente, etc. Sin duda esa línea requiere de un modelo de desarrollo distinto, que asegure derechos sociales y un nivel de bienestar a la mayoría de las personas, colocando el énfasis, más en la salud y sus condicionantes, que en la enfermedad. La segunda línea de trabajo, guarda relación con establecer un modelo de atención común para el país, que permita resolver necesidades, en y con, las propias personas y comunidades, de la manera más efectiva. Quizás una medida audaz en ese sentido sería instaurar atención primaria universal para toda la población, independiente de si es beneficiario Fonasa o afiliado a Isapre. Para que con adecuados recursos financieros, tecnológicos y talento humano, nos permita lograr un salto enorme en efectividad y eficiencia.
Una tercera línea, la más compleja, será lograr acuerdos políticos para universalizar el financiamiento y entregar condiciones de acceso, oportunidad y calidad, justas y equitativas, para toda la población sin discriminación de ninguna especie. Quizás lo viable en este ámbito sea concordar un itinerario y planificar una transición lógica y sostenible. Por ejemplo, si el norte fuera desarrollar un Servicio Nacional de Salud al estilo inglés (SNS), lo que en mi opinión es una alternativa razonable, la primera etapa sería mancomunar el financiamiento, vía impuestos y contribuciones, en un fondo público con capacidades para articular a prestadores públicos y privados que pueda asegurar en el corto plazo el acceso a un plan de tipo universal.
Esta primera etapa permitiría tiempo para generar reformas, no exentas de resistencias, a la gobernanza y gestión del sector público y también cambios en los prestadores privados, para acomodarse a las necesarias reglas que deberá tener una complementariedad pública privada bajo una lógica sanitaria y arancelaria común. Crear un SNS y terminar con las Isapres sin una adecuada transición y voluntad de cambios, sólo derivará en que la productividad de sector hospitalario público, siga igual de estancada como en las últimas décadas, con su correlato en un fuerte y rápido desarrollo del mercado de seguros privados complementarios, que al cabo de poco, consolidaría una realidad aún más segmentada e ineficiente que la actual.
Creo es posible señalar un norte, la universalidad, y explicitar con franqueza los pasos necesarios para alcanzar dicho propósito. Para complicar aún más el escenario, si se quisiera hacer algún cambio en salud, dada la correlación de fuerzas en el nuevo parlamento, se requerirá de una enorme disposición a la búsqueda de acuerdos, lo que refuerza la necesidad de buscar puntos intermedios, que estén en línea con una solución final, que termine con la ineficiente e injusta estructura actual.
Dado todo lo anterior, con la esperanza de que ahora, sí que sí, se podrá dar un paso más sustantivo en mejorar nuestra capacidad de respuesta a las personas en salud y no frustrar otra vez las expectativas, es que parece razonable y urgente avanzar en simultáneo en las tres líneas planteadas: derechos sociales para una vida saludable; atención primaria universal, y una transición concordada que posibilite un sistema universal de salud. Para ello, nadie bajo ningún pretexto puede no estar disponible. En salud hemos esperado ya demasiado.
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