El Día de las y los Trabajadores nos mueve a reflexionar sobre la dignidad del trabajo, la que está asociada a dos componentes: la persona y la actividad que esta desarrolla y cómo estos/as no adquiere su verdadera dignidad cuando en el modelo capitalista imperante son considerados/as como una simple mercancía o un elemento impersonal de la organización productiva.
El trabajo no puede ser sinónimo de alienación, la importancia de este reside en el trabajador/ra y no en la labor en sí; por consiguiente, tiene un valor en sí mismo debido a la presencia humana de aquel/lla que lo realiza. El capitalismo no es capaz de comprender o aceptar este valor, ya que es un modelo de construcción social y económico que mira al trabajador/a como un instrumento, lo desvaloriza y lo usa, le da el valor de una cosa. Esta percepción nos lleva -de acuerdo a Marx- al "fetichismo de las mercancías" donde el valor económico está y surge de las mercancías mismas y no de la serie de relaciones interpersonales que la producen.
El resultado es la apariencia de una relación directa entre las cosas, y no entre las personas, lo cual significa que las cosas asumirían el papel subjetivo que corresponde a las personas y las personas se convierten en cosas como si fueran una mercancía.
Para un verdadero/a humanista resulta inaceptable cualquier intento de reducir a la persona trabajadora a un simple instrumento de producción, porque el trabajo tiene, o más bien debe tener, una prioridad sobre el capital (sin olvidar la necesaria relación de complementariedad entre ambos).
Estos últimos conceptos tienen gran importancia ya que el modelo económico y social imperante busca reducir la sociedad a un mercado, donde todo se compra y se vende, y en esa línea el trabajador y su trabajo, deja de ser el único creador de valor económico ya que lo central en el proceso económico es el mercado.
Por ello es necesario rescatar, como el primer fundamento del valor del trabajo, a la persona humana que lo realiza. Sin embargo no cualquier trabajo merece siempre ser tratado con el respeto, ni otorga la dignidad debida a cada ser humano que lo realiza, por ejemplo, el trabajo de un torturador/ra está lejísimos de esos estándares.
El padre Alberto Hurtado nos dice que el trabajo "es un esfuerzo personal, pues, por él, el hombre da lo mejor que tiene: su propia actividad, que vale más que su dinero. Con razón los trabajadores se ofenden ante quienes consideran su tarea como algo sin valor, desprecian su esfuerzo no obstante que se aprovechan de sus resultados. Igualmente sienten cuan injusto es que pretendan hacerlos sentir que ellos viven porque la sociedad bondadosamente les procura un empleo. Más cierto es decir que la sociedad vive por el trabajo de sus ciudadanos"(1).
Esto nos lleva a plantear la triple dimensión que tiene el trabajo: Primero, como un elemento que ayuda a nuestra subsistencia económica, ya que través de la remuneración podemos concretar la satisfacción de nuestras necesidades materiales básicas, por ello la importancia de una remuneración justa y digna que efectivamente contribuya a la satisfacción de estas. Un trabajo indebidamente remunerado y o sin condiciones dignas para su desarrollo es una expresión moderna de la esclavitud. Además, habría que decir que uno se convierte en esclavo del trabajo cuando se "vive para trabajar y no se trabaja para vivir" y el ser humano no puede verse alienado por el trabajo, sin que ello tenga evidentes consecuencias en la vida social. Pero, reducir las reivindicaciones del trabajador solo a un mejor sueldo es limitar las otras dos dimensiones del trabajo humano que son tan centrales como esta.
La segunda dimensión es la obligación ética para el trabajador de la realización de un buen trabajo ya que a través del trabajo se presta un servicio a la sociedad, satisfaciendo parte de sus necesidades. Desde la actividad donde se esté ejerciendo trabajo debemos comprenderlo como un servicio a la comunidad.
Finalmente, el trabajo al formar parte fundamental de la vida cotidiana de todo ser humano, es una expresión de la persona que lo realiza, es un espacio de realización personal, que da sentido y valor al día día, una forma de integración a la sociedad donde se vive.
Concluyendo y siguiendo a Alberto Hurtado, se puede hablar de una mística del trabajo que se torna, a la vez, un compromiso ético porque el trabajador "batalla por conseguir, en unión con los otros trabajadores, las condiciones de una vida respetable, pues sabe que se le deben en justicia como recompensa de un esfuerzo que él realiza con honradez, devoción, alegría y espíritu de servicio social".
(1) Hurtado, Alberto (1947). Humanismo Social. pág. 294
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