Partamos por la típica obviedad.
El ser humano es multidimensional. No solo trabajador, no solo empresario, no solo consumidor, no solo productor. Su rol en el mundo no es exclusivamente económico, como nos quieren convencer día a día nuestros líderes y medios de comunicación. Somos mucho más que aquello y tal convicción es imprescindible colgarla en la pared de nuestra conciencia personal, para que al alzar la vista nos encontremos con esta máxima fundamental.
Entendido esto, otro cliché urgente. La necesidad de pensar nuestras acciones en un contexto sistémico. No sólo desde el cual nos encasilla la sociedad sino haciéndonos cargo de los efectos más allá de una forzada (y falsa) unidimensionalidad. Todo lo que hagamos como agentes económicos trasciende la economía. Se escurre por nuestra vida personal y la de los demás. Se apoltrona en la mirada de sociedad. En los valores.
El consumo, ergo, es un acto ético. Es una acción que puede ser coherente o no con las propias convicciones. Ambientales y sociales, pero también familiares, colectivas.
En este divagar estaba hace unos días en el campo, a orillas del General Carrera. En la costa del Chelenko, que es como a muchos nos gusta llamar a ese pozón gigante y aunque tal no sea necesariamente el nombre que le dieron los antiguos, según nuevos indicios perseguidos por historiadores locales. Es un precioso lugar aislado, pero no tanto. Sí lo suficiente para pensar en la humana y cotidiana relación con el hacer y el producir. Y también, con el consumir.
Fue el día en que se rompió la escalera. De esas comunes y corrientes, de dos palos largos por lado y varios cortos atravesados.
Lo recuerdo porque la reflexión sobre qué hacer no tenía no solo de técnica y pragmatismo, también de sentido vinculado a los roles en la sociedad de mercado. Porque no nos vengan con que esta es una sociedad con economía de mercado
La primera opción fue hacer una nueva. Evaluando habilidades personales no era una empresa descabellada. De alcanzar resultado exitoso, el objetivo se cumpliría con una escalera nueva y una mala.
La segunda, arreglarla. Poniendo un poco de esfuerzo, pero menor al de construir otra, el fin habría sido un artefacto bueno. Menos naturaleza transformada, y menos desechos también.
En tercer lugar, conseguir el reemplazo con algún vecino. Seguiríamos con una en desperfecto, pero momentáneamente podríamos cumplir la acción para la cual necesitábamos el artefacto. Lo importante aquí era el hacer colectivo y no propietarista, valores a la baja en un escenario neoliberal individualista y mercantil.
Y, por último, lo más común. Lo más fácil. Comprar una nueva, con todo el sentido de lo desechable y de consumismo que conlleva tal acción.
Por cierto que esta es una caricatura. Las alternativas intermedias, basadas en condiciones de facto, se pierden en el horizonte de la voluntad y las posibilidades: la posible inutilidad total, las capacidades para las técnicas manuales, la urgencia. Sí, la realidad es mucho más compleja de lo que un listado no exhaustivo puede plasmar.
El fondo es que en el simple acto de enfrentarnos a una escalera rota la opción es también ética. Una decisión que, idealmente, es deseable que sea coherente con lo que decimos profesar, con la personal visión de sociedad.
No es fácil actuar en consecuencia a lo creído, imposible de cumplir en un ciento por ciento. Aunque agobie, lo hermoso es que entonces siempre hay trecho por caminar. Y para hacerlo, no está mal reconocer las propias convicciones, cual faro que permita navegar.
En este básico ejemplo, en pos de la sustentabilidad.
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