El 10 de julio de 2025, la exministra de Ciencia (sí... llevamos cuatro) celebró en la cuenta pública -con bombos y platillos- que el gasto en investigación y desarrollo (I+D) en Chile por primera vez "saltó" del histórico 0,36–0,39% y llegó al 0,41% del PIB. Lo presentó como un hito, como un "punto de inflexión" que sienta las bases para un nuevo ciclo del conocimiento en Chile. Como si, de pronto, el Estado hubiera despertado de un largo letargo científico. Pero ¿cómo celebrar un avance tan mínimo (menos de 0,1%) que ni siquiera alcanza un quinto del compromiso que el propio gobierno hizo al comenzar su mandato, aumentar en al menos 0,6%?
En enero de 2022, durante el Congreso Futuro, el entonces presidente electo Gabriel Boric prometió que Chile destinaría al menos el 1% del PIB a ciencia y tecnología. No era solo una cifra: era una promesa de transformación estructural. Tres años después, seguimos en el mismo lugar: arrastrando una deuda histórica con nuestro sistema de conocimiento, truncando proyectos de excelencia, perdiendo talentos y desmantelando capacidades acumuladas durante décadas con esfuerzo público.
El realismo mágico tiene virtudes literarias y artísticas, pero resulta peligroso como política pública. Celebrar el 0,41% como si fuera un logro transformador parece más una estrategia de supervivencia comunicacional en tiempos de campaña electoral que el reflejo de una política comprometida con cambiar el sistema de ciencia y tecnología nacional. Mientras tanto, en el mundo real, Corea del Sur supera el 5% del PIB en I+D, Nueva Zelandia llega al 1,48%, Alemania consolida un sistema de investigación con fuerte cooperación público-privada (y 3,1% del PIB), y hasta países con desafíos estructurales como Brasil llega al 1,2%.
Las consecuencias del rezago chileno no son triviales. Sin una inversión decidida y sostenida en I+D, no tenemos cómo anticipar crisis, formar equipos de frontera ni responder con soluciones pertinentes a nuestras propias condiciones. Perdemos soberanía tecnológica, profundizamos nuestra dependencia de conocimientos y tecnologías importadas, y renunciamos, en los hechos, a pensar el país desde nuestras preguntas y prioridades.
El mundo que enfrentamos -y que ya nos desborda- está marcado por transformaciones profundas: climáticas, digitales, demográficas y geopolíticas. ¿Cómo enfrentamos megasequías, envejecimiento de la población o amenazas cibernéticas sin sistemas de I+D robustos? ¿Cómo garantizamos una transición energética justa sin ingenierías y ciencias sociales adaptadas a nuestras realidades territoriales? ¿Cómo protegemos la democracia si no fortalecemos las capacidades del Estado para anticipar riesgos y navegar la incertidumbre?
La experiencia internacional no deja lugar a dudas: los países que invierten en ciencia, invierten en futuro. Corea, Finlandia, Singapur: cada uno con su historia, pero todos con una decisión común. No hay transformación productiva sin conocimiento. No hay bienestar sin ciencia. No hay soberanía sin innovación. En definitiva, no hay resiliencia sin una política pública que fortalezca universidades y centros de investigación, con mecanismos que aseguren continuidad y estabilidad.
Desde las universidades públicas lo sabemos bien. Creamos conocimiento con recursos escasos, formamos profesionales en estructuras desactualizadas, lidiamos con burocracias asfixiantes y nos vinculamos con comunidades en condiciones precarias. El Programa FIU (Financiamiento I+D+i Universitario) -prometido como palanca estructural- ha sido apenas un gesto superficial. Mientras tanto, centros de excelencia pierden financiamiento, investigadores migran por precariedad laboral, y se debilitan capacidades críticas en biotecnología, energías renovables y salud pública. Al mismo tiempo es evidente que la ANID no ha logrado superar una crisis estructural que está relacionada con el limitado financiamiento y la ausencia de modernización de la propia gestión del conocimiento. Por otra parte, la creación de cuatro nuevos Institutos Tecnológicos y de Investigación Públicos sigue inconclusa -otra promesa olvidada- dejando pendiente una institucionalidad robusta para articular el conocimiento con la toma de decisiones y enfrentar así desafíos urgentes como la triple crisis planetaria, la sostenibilidad social o la innovación en defensa.
Necesitamos un cambio de paradigma: dejar atrás el financiamiento competitivo episódico y fortalecer una arquitectura institucional que articule capacidades y necesidades dentro del ecosistema de ciencia, tecnología, conocimiento e innovación (CTCI); que identifique misiones país, y permita hacer ciencia pertinente, con sentido de urgencia. Esto implica infraestructura, capital humano avanzado, gobernanza del conocimiento, incentivos a la colaboración interinstitucional y una política que integre ciencia, innovación y desarrollo territorial.
La ciencia no es -ni puede ser- un lujo ni una externalidad. Es un bien público: una herramienta para entender el mundo, cuidar la vida, anticipar desastres, proteger ecosistemas, generar empleo, sanar cuerpos, fortalecer democracias, expandir la cultura, y reducir desigualdades. Invertir en conocimiento no es gastar: es construir condiciones mínimas de habitabilidad futura.
Chile no puede seguir postergando esta decisión. No bastan los discursos bien intencionados ni los microavances inflados como epopeyas. Lo que se necesita hoy es voluntad política real, transversal, que transforme la CTCI en una política de Estado, con mirada estratégica y horizonte de largo plazo. Ojalá que el nuevo ministro asuma el desafío con realismo (no populismo, ni magia) y convoque los espacios de diálogo necesarios para avanzar. Seamos francos: esta es la última oportunidad de este gobierno para tomar en serio la promesa que hizo en 2022.
Porque el futuro no se improvisa: se diseña, se disputa y se construye con coherencia, con ciencia y con compromiso. Invertir en conocimiento no es un gesto técnico, es un acto político y ético: una afirmación de soberanía, de dignidad democrática y de responsabilidad intergeneracional.
Quienes hoy administran presupuestos no solo asignan recursos: administran horizontes posibles.
El conocimiento es una semilla que no florece en cuatro años, pero sin la cual ningún mañana es habitable. Si no somos capaces de sembrar hoy las capacidades que necesitamos -y proteger las que ya existen-, estaremos condenando a nuestras niñas y niños a enfrentar las crisis del siglo XXI sin herramientas, sin confianza y sin futuro. No es una metáfora: es una advertencia.
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