La primera vez que escuché hablar del CATI (Centro Automatizado de Tratamiento de Infracciones) fue en enero de 2014. En ese momento, nos encontrábamos en pleno proceso de tramitación de la Ley Emilia, y el entonces ministro de Transportes, junto a la Conaset de ese período, buscaban impulsar mecanismos más eficaces para fiscalizar el exceso de velocidad en las vías del país. El argumento que sostenía esta propuesta era claro: el 40% de las personas fallecidas en siniestros viales en Chile morían por causas relacionadas con la velocidad, y la capacidad de fiscalización dependía exclusivamente del capital humano de Carabineros e inspectores fiscales. Estudios internacionales advertían que, incluso en países con altos estándares como Suecia, la fiscalización policial permitía detectar apenas 3 de cada 10.000 infracciones.
Frente a ese diagnóstico, el CATI se presentaba como una política pública preventiva, no punitiva: instalar dispositivos de control en puntos críticos de riesgo, con transparencia en su localización, y mejorar los tiempos de procesamiento de las infracciones sin sobrecargar a los Juzgados de Policía Local. Países como Francia y España ya lo habían hecho, con resultados visibles en la reducción de fallecidos. En suma, lo que se planteaba en 2014 era una medida basada en evidencia, diseñada para salvar vidas.
Quiero hacer este recuento porque creo que reconstruir el relato histórico permite dimensionar la dificultad de promover políticas públicas en múltiples materias, incluso cuando existen estudios, cifras, relatos e intenciones persistentes por parte de distintos actores -a lo largo de varios gobiernos- para empujarlas. La pregunta de fondo sigue abierta: ¿Por qué los ritmos de las políticas públicas en el Legislativo son más lentos que lo que la realidad demanda? ¿Qué factores explican que algunas propuestas avancen con celeridad, mientras otras se demoren más de una década en transformarse en ley? Ese es, sin duda, un análisis que queda pendiente para otra columna.
Pero volviendo al CATI, lo que muchas asociaciones civiles -incluyendo aquellas que integramos el Cosoc de la Subsecretaría de Transportes y que participamos activamente en su discusión durante casi 10 años- creíamos que su aprobación representaría un punto de inflexión en la fiscalización de velocidad en Chile. Después de una década de debate legislativo, parecía razonable esperar que existiera, en paralelo, una propuesta avanzada de implementación. Lamentablemente, no fue así. El proyecto fue aprobado por el Congreso Nacional el 24 de enero de 2023, promulgado el 30 de marzo de 2023 y publicado en el Diario Oficial el 10 de abril del mismo año. Sin embargo, su entrada en vigencia aún no se concreta.
Hoy, la implementación del CATI depende de tres reglamentos fundamentales:
A la fecha, la Contraloría General de la República ha tomado razón de solo dos de los tres reglamentos contemplados en la Ley 21.549: el primero es el Reglamento Tecnológico, que habilita la operación de los dispositivos; y el segundo es el Reglamento Orgánico (Decreto 90-2023), que define la estructura de la División de Fiscalización del Transporte y el Tratamiento Automatizado de Infracciones, aprobado el 20 de enero de 2025. Sin estos instrumentos plenamente vigentes, el sistema no puede operar legal ni administrativamente, y los anuncios de pronta implementación se sustentan más en voluntad que en condiciones reales.
Si observamos con atención las licitaciones públicas asociadas al funcionamiento del CATI, queda en evidencia que el sistema aún está lejos de su implementación operativa real. Por ejemplo, la licitación ID 3755-2-LR24, convocada por la Subsecretaría de Transportes para contratar el Servicio de Análisis y Diseño del Sistema de Tratamiento Automatizado de Infracciones de Tránsito, fue declarada desierta en agosto de 2024 (Resolución Exenta 288/2024), luego de que todas las ofertas fueran consideradas inadmisibles por no cumplir los requisitos técnicos básicos, tales como garantías de seriedad de la oferta, currículum firmados del equipo profesional o títulos validados en Chile. Este servicio era clave para establecer el corazón informático del sistema: la plataforma que debía comunicar infracciones, calcular sanciones, notificar a los infractores y coordinar con el Registro Civil y los Juzgados de Policía Local. Sin esta etapa cumplida, el CATI no puede operar como fue concebido.
A esto se suma la licitación ID 3755-3-LQ25, publicada en mayo de 2025, para adquirir 8 licencias de VMware Cloud Foundation y servicios de migración tecnológica -infraestructura esencial para el procesamiento de datos del programa de fiscalización-, la cual aún se encuentra en fase de ejecución contractual y depende de configuraciones técnicas complejas que tampoco están completamente desplegadas.
Cuando se analizan estos antecedentes en conjunto, el panorama es claro: el sistema no está listo, y por tanto, los anuncios que prometen una implementación inminente no solo resultan prematuros, sino que contribuyen a desinformar a la ciudadanía. El problema no es la voluntad política expresada en una ley publicada; el problema es la falta de articulación administrativa, técnica y contractual que impide que esa voluntad se traduzca en acción. Mientras los reglamentos siguen sin estar todos publicados y las plataformas técnicas continúan en fase de licitación o instalación, no es posible afirmar que el CATI está por implementarse.
En este contexto, la reiteración de mensajes como "ya viene", "ya está funcionando en piloto" o "estamos en pruebas finales" no solo genera desgaste, también erosiona la confianza ciudadana en la capacidad del Estado para implementar políticas públicas de manera seria y transparente. La transparencia no puede ser solo un principio aspiracional; debe ser una condición operativa. Si el sistema aún no está funcionando, es necesario decirlo con claridad y comprometer una hoja de ruta con plazos concretos y responsables públicos definidos.
De lo contrario, como en el cuento del lobo feroz -esa metáfora que nos advierte sobre el peligro de insistir en promesas sin cumplimiento-, el relato oficial pierde fuerza y legitimidad. Y como bien advierte la literatura sobre discurso institucional, cuando el lenguaje político se desvincula de acciones verificables, se rompe el pacto comunicativo entre Estado y ciudadanía.
Lo más grave es que esta descoordinación desorienta a la población: nadie sabe si el sistema está operativo o no, si las multas ya se cursan, o si todo ha quedado nuevamente en pausa. Esto vacía de contenido el valor preventivo del CATI y deslegitima el esfuerzo sostenido de las organizaciones de la sociedad civil y del mundo técnico que durante años han trabajado por una fiscalización eficaz.
Hoy, más que discursos, necesitamos acciones verificables. Más que pilotos, necesitamos reglamentos vigentes, contratos ejecutados y dispositivos funcionando en los puntos críticos del país. Porque la fiscalización de velocidad salva vidas, pero solo si se implementa. Y en prevención, especialmente cuando se trata de proteger vidas humanas, no todos los discursos valen. Prefiero la transparencia -aunque duela- antes que un punto de prensa exitoso basado en resultados sin correlato de aplicación real. Porque prevenir no se trata de prometer, se trata de cumplir.
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