A la conquista de los nulos (o de los que no quieren escoger)

Entre Jeannette Jara y José Antonio Kast se juega algo más que la Presidencia: se pone a prueba qué hace el sistema político con quienes llegan al 14 de diciembre sin sentirse representados por ninguna de las dos opciones. Las encuestas de estos días hablan de un dato que puede sorprender: alrededor de 14% de los consultados declara que votaría nulo o blanco en segunda vuelta.

La experiencia comparada y la propia historia reciente muestran que, en contextos polarizados y con voto obligatorio, muchas segundas vueltas se viven como elecciones de rechazo más que de adhesión. Se vota, sobre todo, contra quien se percibe como amenaza. El "mal menor" ordena conversaciones familiares, chats de trabajo, sobremesas políticas. En ese escenario, el voto nulo o blanco deja de ser simple desidia: se vuelve la forma explícita de decir "no" a ambos sin renunciar al acto de ir a votar.

Ese espacio se parece mucho al electorado que acompañó la irrupción de Franco Parisi: jóvenes, con trayectorias laborales precarias, muy activos en redes, profundamente desconfiados de los partidos y los gobiernos. Un mundo que siente que sus problemas aparecen en campaña solo como eslogan y desaparecen el lunes siguiente a la elección. Esa franja no se siente dueña de este proceso y, en el entorno del PDG, el voto nulo o blanco ya se levanta como opción política: la diputada Pamela Jiles lo ha planteado para "generar un hecho político". No es el residuo de la elección, sino una forma de intervención.

Desde la noche de la primera vuelta, ambos comandos repiten la misma palabra: conquistar. Conquistar el voto de Parisi, conquistar a los indecisos, conquistar a quienes piensan seriamente en anular. El verbo no es neutro, supone que esos electores son un territorio disponible, un botín que se reparte desde arriba. Pero los datos y los estudios muestran otra cosa: una fracción significativa de ese mundo no busca a quién entregarle su voto, sino cómo usarlo para dejar constancia de que ninguna de las dos alternativas le habla.

Kast entra a este balotaje con una ventaja evidente, porque el campo de las derechas se alineó en torno a su candidatura y la suma de ese bloque supera la mitad de los sufragios válidos. Su reto no es convencer a ese sector, sino movilizarlo y retenerlo mientras intenta seducir a un segmento del mundo Parisi. Su campaña se ha construido sobre una identidad nítida: orden, seguridad, castigo, rechazo al "octubrismo" y a las agendas que asocia al progresismo. Esa claridad le permite conducir el bloque, pero también fija techos. Para muchos electores que no son de derecha, marcar por él no es una opción, y el nulo aparece como la manera de evitar ese salto sin sentirse responsables del resultado.

Jara enfrenta una cuesta distinta. Llegó a la segunda vuelta como la candidata que encabezó la primera vuelta, pero arranca por detrás según las sumas simples y según los sondeos. Su base es más homogénea, pero más estrecha, y carga dos mochilas pesadas: representar a un gobierno desgastado y encarnar a una izquierda percibida por una parte del electorado como más preocupada de sus códigos internos que de la vida cotidiana. Su margen real está en el mundo que alguna vez fue el corazón de la centroizquierda: sectores intermedios que valoran estabilidad, algunas reformas sociales y cierto orden institucional, pero que ya no se sienten cómodos participando del relato "nosotros/ellos".

Y ahí se inscriben los gestos que ha decidido hacer en las últimas semanas: la incorporación de figuras del PS, PPD y Democracia Cristiana, las fotos que muestran esa amplitud, y -como declaró el comando- la renuncia al discurso de "utopías, sueños ni grandes imágenes". A tres semanas del balotaje, la apuesta está clara: "Los problemas súper concretos de la gente", no los grandes dilemas ideológicos. Es una traducción directa del mensaje de Parisi: menos etiquetas, más alivio al bolsillo, más respuestas que tesis.

El problema es el tiempo. Quedan pocas semanas para transformar esa apertura en algo más que una señal. El votante desencantado tiene memoria larga: recuerda promesas que se diluyeron, reformas que quedaron a mitad de camino, peleas internas que ocuparon más espacio que las pensiones o la salud. Para ese mundo, el nulo puede convertirse en la única decisión coherente: no legitimar con su firma un proyecto que le genera más dudas que certezas, pero tampoco restarse de una elección que definirá el rumbo de los próximos años.

La noche del 14 de diciembre tendrá todos los flashes en el ganador y su porcentaje. Pero la foto completa incluirá otro dato menos vistoso: cuántas personas hicieron el esfuerzo de ir hasta la mesa, firmar el padrón y, al final, dejar en blanco el voto o trazar una marca que nadie contará como válida. Esta segunda vuelta no solo ordenará fuerzas entre Kast y Jara. También mostrará si la política fue capaz de ofrecer algo creíble a quienes no querían escoger entre dos proyectos que sienten ajenos, o si volvió a empujarlos al rincón del voto nulo, ese tercero en discordia que nadie invita al escenario, pero que puede terminar siendo la cifra más honesta de la noche.

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