La reciente aprobación por parte del Parlamento Europeo de la ley para regular la inteligencia artificial ("AI Act") y la actualización de la Política de Inteligencia Artificial impulsada por el Ministerio de Ciencia en Chile son hechos que nos llevan a reflexionar en la forma en que entendemos y queremos moldear el futuro de esta tecnología. La regulación de la inteligencia artificial no es sólo una necesidad ética y social, sino también una oportunidad económica de magnitud histórica. Sin embargo, el desafío radica en equilibrar la regulación, sin caer en la trampa de la sobrerregulación.
Europa, con su "AI Act", busca imponer un marco regulatorio basado en el riesgo, estableciendo restricciones severas en ciertos usos de la inteligencia artificial y exigiendo cumplimientos específicos para otros. Este enfoque, aunque bienintencionado, corre el riesgo de estancar la innovación, limitando la capacidad de la región para competir en el acelerado mercado global de la IA. El Informe McKinsey, que valora el impacto económico de la IA entre 17 y 25 trillones de dólares, con una contribución significativa de la IA generativa, destaca la magnitud de la oportunidad que Europa podría desaprovechar si se deja llevar por una regulación excesivamente cautelosa.
Chile, a menor escala, se encuentra en una encrucijada similar, buscando actualizar su política de inteligencia artificial a través de la consulta pública. Este proceso representa una oportunidad para aprender de los errores y aciertos de otros, diseñando un marco que fomente la innovación, mientras protege los derechos y la seguridad de los ciudadanos.
Para lograr esto, es esencial adoptar un enfoque pragmático y basado en evidencia, uno que permita la adaptabilidad y la revisión continua a medida que nuestra comprensión de la inteligencia artificial y sus impactos evoluciona. Es imperativo construir un ecosistema en el que la regulación sirva como una guía y no como un obstáculo insuperable para la innovación. Esto significa establecer mecanismos de gobernanza que sean lo suficientemente flexibles para adaptarse a los rápidos avances tecnológicos, mientras se mantienen firmes en los principios de ética y justicia.
La manera en que elijamos regular la inteligencia artificial hoy definirá el paisaje económico, social y político del mañana. La invitación es que abordemos este desafío con una mente abierta, centrada en fomentar un entorno que maximice el potencial de la IA para el bien común, asegurando al mismo tiempo que sus aplicaciones sean justas, seguras y beneficiosas para todos. La sobrerregulación es una trampa que debemos evitar, si queremos que la inteligencia artificial sea un motor de progreso y no un freno para la innovación.
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