La irrupción de la inteligencia artificial en la educación superior no es un fenómeno del futuro, es un presente que avanza rápidamente e interpela con fuerza a las universidades públicas de América Latina. Mientras el mundo académico explora el potencial de estas tecnologías -personalización del aprendizaje, predicción de trayectorias estudiantiles, automatización de evaluaciones o gestión institucional basada en datos-, nuestras realidades estructurales obligan a una pregunta incómoda pero urgente: ¿estamos preparados para integrar esta transformación sin profundizar las desigualdades ya existentes?
Las promesas de la IA en educación son innegables. Puede facilitar trayectorias más inclusivas, detectar tempranamente riesgos de deserción, apoyar la labor docente y optimizar recursos institucionales. Sin embargo, estas promesas descansan sobre condiciones materiales, regulatorias y culturales que están lejos de estar garantizadas. Muchas universidades públicas de la región enfrentan precariedad tecnológica, bajos niveles de inversión en innovación, una alta fragmentación institucional y marcos normativos débiles para guiar una adopción ética, soberana y contextualizada. A esto se suma una brecha digital que afecta tanto a estudiantes como a docentes, y que compromete seriamente cualquier implementación justa de estas tecnologías.
En este contexto, el desafío no es meramente "incorporar IA", sino deliberar para qué fines, con qué criterios y desde qué valores. Adoptarla de forma acrítica -replicando modelos diseñados en otros contextos, entrenados con datos que no nos representan- puede derivar en nuevas formas de exclusión. Riesgos como la automatización opaca de decisiones, la reproducción de sesgos estructurales o la subordinación de la autonomía universitaria a plataformas externas deben ser confrontadas con claridad. Más que un atajo hacia la modernización, la IA puede convertirse en un mecanismo de subordinación si no es integrada desde marcos de justicia cognitiva y pertinencia cultural.
Pero también existe otra posibilidad: que las universidades públicas asuman un rol protagónico en el diseño y uso de una inteligencia artificial al servicio del bien común. Esto requiere más que voluntad tecnológica; exige una visión política y ética que articule investigación, docencia y acción institucional con una perspectiva de equidad, soberanía de datos y deliberación democrática. Necesitamos políticas públicas que reconozcan el valor estratégico de la ciencia y el conocimiento como bienes públicos, presupuestos basales que fortalezcan la autonomía institucional, y redes de colaboración regional que permitan construir capacidades propias y disminuir la dependencia tecnológica.
En tiempos de transformación acelerada, las universidades públicas deben -y pueden- ser refugios de pensamiento crítico y plataformas de innovación responsable. La IA, lejos de reemplazar la misión universitaria, la puede amplificar si es apropiada desde nuestros territorios, lenguajes y desafíos. No se trata sólo de adaptarse al futuro: se trata de disputarlo. Y en América Latina, eso comienza por no delegar en otros la construcción de nuestras respuestas.
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