En la película “Matar a un Hombre” (2014), Alejandro Fernández Almendras nos hizo sentir la dolorosa frustración e impotencia de su personaje principal: un sujeto introvertido acosado por una tropa de matones en algún barrio de los extra muros de alguna fría ciudad del sur de Chile, este hombre incapaz de hacerles frente, recurre a medidas extremas. Hay una contradictoria similitud en la impotencia frente a la situación del personaje protagonista de “Aquí no ha pasado nada” (2016), pero este es un caso donde el “héroe” por su naturaleza psicológica y etnográfica, difícilmente va a poder hacer algo al respecto.
Vicente (Agustín Silva) estudia en los EEUU y es hijo de una familia chilena adinerada, pasa sus días de vacaciones en una casa de veraneo en Zapallar, asistiendo a fiestas, bebiendo y teniendo sexo inútil y ocasional con hastiadas niñas de su clase o más bien de su etnia social, divide su tiempo entre holgazanear y dormir feroces resacas. Un tipo sin norte y sin brújula, el joven típico que aun no sabe, ni pretende saber qué hacer con su vida. Hasta que una noche de carrete desbordado termina en un trágico accidente fatal y el frágil equilibrio del despreocupado y leve pasar de Vicente se pone de patas arriba cuando sus azarosas y nuevas amistades de esa noche lo arrojan literalmente a los leones.
La cinta está inspirada en un caso real que impactó e indignó a Chile en el 2014. Y esta indignación por parte del director es palpable en la totalidad; indignación cinematográfica y quirúrgica frente a las injusticias, frente a la fuerte influencia del dinero de la etnia social alta, capaz de mover montañas y que no hace más que remarcar una y mil veces la desigualdad social que existe a todo nivel, ya no sólo en Chile, no solo en Latinoamérica, sino en cada rincón de este planeta que se nos cae a pedazos día a día
Vicente bien podría ser la perfecta víctima protagonista en este escenario planteado, pero es justamente su natural inactividad su carencia de reacción la insoportable levedad de su ser lo que lo impide. “Un chiquillo bueno que toma malas decisiones”, es el rotulo que en repetidas ocasiones utilizó majaderamente Carlos Larraín en los medios, en referencia al actuar de su hijo en el caso real que inspira este filme.
Nos enfrenta esta película a un quirúrgico retrato viviente de aquella “juventud perdida” pero que tiene su futuro resuelto, jóvenes que deambulan por la vida sin propósito y cuyas malas decisiones causan más de un dolor de cabeza a su entorno familiar, pero en la invisible vereda de enfrente, causan tragedias silentes y eternas como daño colateral.
Un "inocente” que tal vez nunca en su vida llegará a comprender del todo la compleja y delicada situación en la que se encuentra. Al final, por más noble que sean sus intenciones, Vicente no tiene más que claudicar frente a la elite de “poderosos” que bien pueden arruinarle su asegurada vida, como se encarga de aclararle, en un gran y brillante monólogo, el abogado de la familia oligárquica contraria interpretado por Luis Gnecco, a quien le bastan cinco minutos para definir la película.
Estamos frente a un descarnado retrato sobre que es la justicia. “¿Cuál es la verdad?...tu verdad no es la verdad...la verdad es lo que jurídicamente puedes demostrar como tal” dice Alejandro Goic a Vicente, interpretando al tío abogado defensor que escudriña en las rendijas de lo legalmente posible e imposible, una fotografía sobre una juventud perteneciente a una etnia oligárquica privilegiada.
“Aquí no ha pasado nada” no es una película de denuncia social, es una notable y desgarradora radiografía etnográfica sobre nuestra odiada y amada clase alta chilensis, es un golpe de cámara hacia su juventud privilegiada, un zoom certero sobre una sociedad actual, donde la justicia que aquí se ficciona y se retrata, es superada por una detestable y nauseabunda realidad.
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