Era el año 2.000 después de Cristo cuando una película marcó con honor el corazón de los espectadores y de la industria del cine. La historia de un general romano que se volvió esclavo y luego gladiador, desafiando al emperador que lo había traicionado, se convirtió en una historia que resonó en la eternidad.
Aquella era una película sobre el camino del héroe, el trayecto de dolor y redención que muchos han transitado enfrentando los designios de su destino, y también, el relato del ideal del héroe, el hombre íntegro, con sentido del deber, líder, fiel a su familia y a sus ideales, despojado de ego y ambición. Los arquetipos universales son infalibles y Gladiador (2000) se coronó con laureles en un tiempo donde el cine de masas aún era una posibilidad de arte.
Un cuarto de siglo después, el planeta de los simios se apoderó de las arenas del imperio y del juicio de Ridley Scott. Por años se especulaba con la idea de hacer una segunda parte de la gran obra, pero siempre surgían voces de duda frente al desafío de crear un guion que respetara la narrativa sobria y poética de la vida del guerrero y las trampas políticas que padeció. La muerte de Máximo era el corolario perfecto, pero los dioses de Hollywood decidieron resucitarlo para matarlo nuevamente y empaquetarlo en una cajita feliz y así venderlo a gran escala, sin pudor.
Impúdica. Esa es la palabra que resume el resultado de una película que pervierte el ethos de Gladiador, al presentarnos en Gladiador II a mandriles mutantes o tiburones en el coliseo, sugerir a un Máximo infiel a su esposa y argumentar un hilo narrativo que más se parece a una teleserie venezolana que deshonra la elegancia que cautivó a generaciones con Russell Crowe, quien al saber el guion de Gladiador II confiesa "no, no, no. Eso no está en el viaje moral de Máximo. Pero no puedo decir nada, no es mi lugar. Estoy bajo tierra".
Lo que está bajo tierra es el cine de masas hecho con integridad, y si Gladiador marcó un hito en esa línea, Gladiador II vino a sepultar al cine espectáculo de calidad, vendiéndose a la estética Marvel en todos los sentidos, demostrando cómo las franquicias de superhéroes han colonizado los espacios que se esperaba resistieran a la máquina de moler carne no por el abuso de efectos especiales ni por las imprecisiones históricas -que se comprende son inspiraciones para un guion- si no por el trato burdo que se le da al espectador, desdibujando el límite de la sana fantasía (claro que era fantástico ver a Máximo montando a caballo y tomando una espada en el aire tras el lanzamiento de su compañero Juba, escena de la que el propio director Ridley Scott se mofa a través del gesto burlesco de Cómodo en el palco, haciéndola más real) con el límite de lo inverosímil al no respetar el carácter y los rasgos que conforman la identidad de un personaje y su historia.
Punto aparte es el casting cuyos papeles hacen de Gladiador II más un spin off que una segunda parte. Denzel Washington no logra despojarse del personaje "El Justiciero" y da vida al villano Macrinus con la misma esencia de Robert McCall agregándole toques de malandro arrastrando sus túnicas, la pesadilla actoral de Joseph Quinn y Fred Hechinger como los emperadores Geta y Caracalla es un refrito del Nerón de Peter Ustinov en Quo Vadis, la intrascendencia del personaje de Pedro Pascal, y finalmente, el esfuerzo físico e interpretativo del protagonista Paul Mescal intentando dar contenido a la transformación de Hanno en Lucio Vero, terminan creando una historia que se cuelga de la pechera de Máximo para no caer en las fauces de los tigres.
Si bien no se esperaba que fuese evocadora como la anterior -con una banda sonora ciertamente inigualable- sí se esperaba que honrara su memoria, tal como lo hacía Máximo: "Antepasados, los honro y trataré de vivir con la dignidad que me enseñaron". Esa dignidad se perdió, pero a quien guste del espectáculo porque sí, del buen ritmo, de la recreación del mundo antiguo y de buenas batallas, disfrutará con una historia que pertenece más a una realidad paralela, que a la leyenda.
Surge la pregunta de cómo un mismo director crea un yin yang respecto de una obra, y la respuesta es que no se trata del mismo director, ni de los mismos espectadores, ni de la misma industria cultural, ni del mismo mundo. La hipermodernidad creció a tal punto en las últimas décadas que se está fagocitando a sí misma, y la entropía del cine de masas, es una de las tantas señales de su muerte.
"Firmes y dignos" era el lema de Gladiador y es mejor que siga así en el Elíseo junto a su familia; por acá, el imperio se ha vendido al mejor postor y el caos reina en las tribunas con pantalla. Existió un sueño llamado cine, era sólo un suspiro, nada más que un suspiro, y se desvanecía, era tan frágil... temo, que no sobrevivirá el invierno. Así es Marco Aurelio. No queda más que señalar el pulgar hacia abajo.
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