La escuela como espacio de esperanza

Mi convicción es que los educadores debemos promover una actitud positiva ante los desafíos que nos imponen los tiempos actuales. Nada resulta más urgente y radical que recuperar la esperanza como horizonte pedagógico, especialmente en esta sociedad acosada por el miedo, por la fragmentación y la fatiga institucional. Educar sin esperanza es condenar a las nuevas generaciones a un futuro clausurado, sin sentido ni porvenir. Erich Fromm, Viktor Frankl y Byung-Chul Han nos invitan a revalorizar la esperanza como una fuerza ética, activa y transformadora.

Para ellos, la esperanza es resistencia frente al nihilismo tecnocrático, respuesta al vaciamiento de sentido, y apuesta por lo posible cuando todo parece cerrado. Para Fromm, es coraje racional; para Frankl, sentido en medio del dolor; para Han, apertura contemplativa. Para todos es una dimensión constitutiva de la educación.

Frente a esta desolación e incertidumbres, Erich Fromm propone una esperanza activa, racional, que exige compromiso y coraje. Para él, esperar no es aguardar pasivamente, sino prepararse activamente para lo que aún no ha nacido. En "La revolución de la esperanza" (1968) señala que "tener esperanza significa estar presto para lo que todavía no nace, sin desesperarse si el nacimiento no ocurre en nuestra vida".

Esta esperanza es profundamente ética, porque implica responsabilidad hacia el futuro y hacia los otros. En esta misma línea, Viktor Frankl, en "El hombre en busca de sentido" (1946), dice que construir y sostener un propósito dota de significado la vida. Su experiencia en los campos de concentración lo llevó a descubrir que el sentido puede sobrevivir incluso al horror. Para él, la esperanza no niega el sufrimiento, sino que lo integra en una narrativa que dignifica la existencia, visión que puede parecer extrema, pero que, en un mundo amenazado por crisis medioambientales, los desplazamientos migratorios, la inseguridad frente a las redes delictuales, la precariedad económica y laboral, educar para el sentido es más necesario que nunca.

Por su parte, Byung-Chul Han, en "El espíritu de la esperanza" (2024), la reivindica como interrupción del presente, como acto contemplativo que resiste la lógica de la inmediatez. En una sociedad dominada por la productividad, el consumo y la hiperconectividad, Han nos advierte que "los consumidores no tienen esperanzas, sólo deseos". Por eso, propone una educación que cultive la interioridad, el silencio y la capacidad de esperar sin ansiedad, una pedagogía de la lentitud, que forme no solo para el mercado, sino para la vida.

Ambas perspectivas -la de Fromm y la de Han- pueden parecer opuestas: una activa, la otra contemplativa. Sin embargo, convergen en una crítica profunda al mundo deshumanizado que habitamos y en una apuesta por la educación como lugar de resistencia. Una educación esperanzada no es neutral: es política, porque desafía estructuras injustas; es estética, porque busca sentido y belleza en medio de la oscuridad; es ética, porque cree que el mundo puede ser distinto y que vale la pena transformarlo.

No se trata de inculcar la esperanza como una fe ingenua en el progreso, ni de maquillar la precariedad con discursos motivacionales, sino que, por el contrario, lo que todo educador debe realizar es cultivar una esperanza lúcida, comprometida, capaz de ver el dolor sin negarlo y de sostener el sentido cuando todo parece perderlo. En palabras de Viktor Frankl, "al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas -elegir su actitud frente a cualquier circunstancia".

El gran desafío pedagógico de nuestro tiempo no es solo curricular, metodológico o tecnológico. Es, sobre todo, espiritual y político. Necesitamos docentes capaces de sostener la incertidumbre sin ceder al cinismo, directivos que lideren con visión ética y comunidades educativas que encarnen el cuidado mutuo como forma de esperanza colectiva. No hay reforma que valga si no restituimos el sentido profundo de educar, que consiste en habilitar lo humano en cada niño, niña, joven o adulto, incluso cuando todo parece desmoronarse. Reivindicar la esperanza hoy es un gesto contracultural, pero es también el acto genuinamente pedagógico, ya que en esa esperanza -activa, crítica y contemplativa- reside la promesa más profunda de la educación: no reproducir el mundo como es, sino abrir caminos para que pueda ser distinto.

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