Matar a un hombre es un film de procesos internos. Y en este sentido, pueden delimitarse dos partes muy diferentes en la película del chileno Alejandro Fernández Almendras. La primera, dedicada a exponer la impunidad con la que operan muchos criminales, el vacío legal que a ratos les ampara y el miedo y la frustración que esa situación genera en las víctimas. La segunda, centrada en la culminación de una venganza, acentuando particularmente en el peso que ésta tiene en un hombre común y corriente que al cruzar la frontera de lo legal sufre en sus carnes la pesada y descarnada culpabilidad de quien se sabe empujado a actuar en contra de su voluntad y de sus códigos morales.
'Impunidad' y culpabilidad, dos dramas con los que la historia reciente de Chile ha aprendido a convivir y conoce bastante bien, dramas que sólo pueden vivirse y explicarse en primera persona.
Matar a un hombre es la crónica directa y desgarrada de una injusticia. Allá donde otras películas de tono más amable y accesible justifican las acciones del malo, la obra fílmica de Fernández opta por distanciarse de sus personajes.
Esa es la lente por la que se opta al retratar al delincuente. También la que impera en el dibujo del protagonista. Y, en general, la que preside todo el film, construido a partir de planos fríos, cerrados y estáticos, diálogos apenas perceptibles y escenas entrecortadas con una atmósfera de tensión constante. Debido a esa opción narrativa y formal, el film defiende una exposición desnuda de la violencia, nunca morbosa ni exagerada.
Fernández Almendras pone la cámara alejada de los actores, sintiéndonos a ratos voyeristas teatrales de una puesta en escena en extremo naturalista lo que potencia cierta sensación de extrañeza, de absoluto desconcierto por lo que vemos en pantalla.
Y como toda película donde el cúmulo de inquietantes sensaciones se imponen a las acciones, el espectador tiene el tiempo que le da una fotografía pausada y brumosa para digerir y reflexionar como Matar a un hombre por su cuenta. En silencio y en soledad.
¿Qué haríamos en una situación parecida a la que se encuentra Jorge el protagonista del film?
¿Cómo responder ante la inoperancia de los que deberían velar por nuestra seguridad y nuestros derechos?
¿Dónde reside verdaderamente el mal? ¿Quién es en verdad la víctima? ¿Quien es el asesino que mata?
Cuestiones que tras el visionado del film bombardean nuestra cabeza, nos interrogan y nos apelan hasta límites insospechados.
Matar a un hombre parece un punto más en la lista de pecados capitales. Ver el film es lo más parecido a una penitencia dolorosa. La oscuridad de la sala de cine convertida en la penumbra de un confesionario.
Y, como sucede con el cine de Haneke, cuesta reconocerlo de alguna manera, todos atávicamente somos culpables, todos tenemos las manos manchadas de sangre, todos participamos de la injusticia establecida, todos tenemos un arma o un cadáver en el ropero y cualquier intento por cambiar la realidad corre el riesgo de generar más injusticia, mas dolor y más miedo. Un mensaje devastador.
Un gran filme, de un director sensible y arriesgado, que llega en primavera a alimentar una desnutrida cartelera de cine nacional, ganadora en Sundance y que nos representará con valentía en la carrera por el Oscar. Pero el gran premio, sin duda debería venir de nosotros al preferir un ticket para el cine arte nacional un ticket que sin duda alimentara y sea un motor para el espíritu creativo de directores jóvenes como Alejandro Fernández.
Obras de cine como Matar un Hombre no deben quedar a merced de las despiadadas reglas libremercadistas, desamparadas por un Estado y sus leyes que tiene la obligación moral, no solo de fomentar sino también de proteger.
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