Sábado en la tarde y las calles lucen desiertas. Lo único que altera el silencio es el ir y venir de la multitud de bicicletas y motos ataviadas de sus cargas verdes, rojas o anaranjadas. La ciudad que lucía -hace poco más de un año- el rumor constante de la convulsión social se ha vuelto inerte, impoluta, atrapada por lo estéticamente aséptico y lo políticamente normativizado. La ciudad delivery es un lugar maniatado, que ya no recuerda lo que fue. Es el nuevo reino del urbanismo tecnocrático, moldeado por formas y reglas estrictamente formateadas. Es la anti-ciudad, como polis convertida en cementerio viviente de voces enclaustradas en los cuartos de la vida interior.
Es cierto que la pandemia impondrá el regreso a la planificación urbana, tan abandonada desde que el mercadeo de la tierra y la vivienda dejaron que el futuro contara su historia librada a su suerte. Pero lo que viene es la ciudad del menor contacto posible, del todo a la puerta, pero sólo de la puerta del que puede pagar.
Si no reaccionamos saldremos de esta pandemia con un nuevo canon urbano que proclamará obsoletas las tendencias a la densificación y a la construcción compacta, para dar campo a la nueva normalidad, mediante la administración de los big data, la estandarización del teletrabajo, la ubicuidad de las compras online y donde el espacio público será mero soporte para lo virtual.
Es importante que el "virus" no se convierta en la coartada perfecta para que ingrese por la ventana el tecno-urbanismo neoliberal. El peligro es que la necesidad de una ciudad más sana, limpia, segura y ordenada; imponga una ciudad más consumible, segregada, banalizada y fragmentada, bajo el imperativo de una supuesta neutralidad científica. Bajo la premisa de reducir los contagios podemos convertir la ciudad en un conjunto de transacciones a distancia, con el mandato del miedo perpetuo, con un anti-urbanismo en poder de una razón técnica, que olvida que la vida la viven personas y no cifras en un computador.
Pero la ciudad-delivery no es el único modelo futuro. Es posible un nuevo urbanismo fundado en la apropiación colectiva del espacio público, porque el miedo no puede ser convertido en norma. Existe una brecha entre la prudencia sanitaria, necesaria y plenamente justificada, y el anti-urbanismo tecnocrático que confunde la ciudad con el conjunto de edificios que mira absorto la soledad.
La posibilidad de transformar el espacio social en un hábitat siempre estará abierta. Para eso se requiere de procesos de co-construcción, de co-diseño ambiental, de co-participación en la planificación de la ciudad pospandémica. Abordar estos criterios como fundamentos del nuevo urbanismo exige apostar por las personas, por lo cotidiano, por la construcción de solidaridades, con ollas comunes, comprando juntos, con cabildos vecinales, y redes de apoyo barrial. Si la ciudad no supone diversidad, simplemente no es ciudad. Si lo urbano no implica movilidad, no es un espacio urbano. Y estos criterios están en las antípodas de la ciudad delivery, tan propia de estos tiempos.
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