Chile, un país hijo de la modernidad. Esta nos legó la nacionalidad e institucionalidad propia de las directrices del mundo ilustrado y colonial. Una nación que, pasado sus 200 años de independencia (es decir una joven República), ha iniciado un camino de revisión profunda respecto de lo que somos y hacia dónde queremos ir. El mundo occidental en general está en pleno Cambio de Época, es decir, un cambio cultural que tiene distintas causas, entre las que destacan una indignación contra la normalización de las desigualdades sociales de todo tipo y el derecho acumular como máxima política y jurídica.
Las promesas incumplidas de meritocracia y movilidad social por parte de la democracia liberal habían sido los “motores de la sociedad moderna”. La frustración de ello sería una de las causas de la compleja situación que vivimos hoy como nación.
Nuestra sociedad estuvo inserta en un mercado amoral incapaz de condenar la exclusión social, la arbitrariedad, la discriminación territorial, siendo ejemplo de ello el acceso a la salud, educación, entre otras dimensiones de la vida social.
La racionalidad misma del sistema que se funda en una idea de progreso amparada en la inmanencia materialista y en la eficiencia y eficacia de las políticas públicas con una lógica de desarrollo insostenible en lo social y medioambiental, fueron deshumanizándonos en la creencia de un pensamiento homogeneizante que impidió reconocer la riqueza de los pueblos originarios e impulsó la estratificación social según ingreso, cuestiones que han dañado la dignidad de las personas. Es por ello, que encontrar un lugar para la dignidad humana sea anhelado por muchos.
Cuando la economía se reconoce como una ciencia amoral y los sistemas velan por ciertas estructuras de estabilidad del propio régimen, es cuando la ortodoxia económica inicia su camino de desnaturalización social que conlleva a amplias coberturas educaciones, pero de contenidos muy precarios; de medicamentos que sólo se transan en la lógica de la oferta y demanda y no por la necesidad de ellos; en definitiva, cuando la salud y la educación de calidad se trasforman en privilegios para quienes pueden pagar.
Al respecto, quienes han sido reseteados en dichos lineamientos ideológicos no comprenden la irracionalidad de un país que iba camino a vencer la pobreza extrema y que promovía la educación superior entre integrantes de familias que nunca lo habían conseguido, además de contar con otros múltiples indicadores que demuestran que los chilenos de hoy viven con más y mejores servicios que ayer. Por eso advierten que la ciudadanía está siendo objeto de minorías violentistas y de teorías conspiracionistas. Por cierto, ha sido la lógica del descarte del sistema que ha trasformado a individuos inconscientes que destruyen todo bien público y privado en búsqueda de una épica a través de la destrucción y el odio.
Faltos de sentido social y comunitario el camino no conduce al reconocimiento de la dignidad, sino que campos de batalla que matan la ciudadanía. A todas luces, ese no será el camino a una armonía social conducente a un orden justo.
En consecuencia, la pregunta es cuándo generaremos las condiciones para acordar un lugar en donde quepan todos y cuyo objetivo sea respetarnos en nuestra dignidad, lo cual requiere necesariamente de afecto por el prójimo.
Tal vez más que pensar en una plaza que invita a la trinchera, el lugar indicado sea un puente para la conexión entre las personas, entre las distintas identidades, entre nuestros espíritus y entre nuestros sueños de país.
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