En política, algunas palabras capturan con claridad lo que está en juego en la vida cotidiana. "Vida tranquila" es una de ellas. No suena a gran transformación ni a promesa épica, pero nombra algo que muchas personas esperan con razón: poder vivir sin miedo, con orden, con servicios que respondan, con un entorno que permita proyectarse sin sobresaltos.
Lo que para algunos ha sido una rutina asegurada -volver a casa de noche sin temor, confiar en que una denuncia será atendida, contar con espacios públicos seguros y activos-, para otros ha sido una aspiración siempre postergada. No por falta de mérito ni de esfuerzo, sino por una desigual distribución del Estado: de su infraestructura, de su escucha, de su capacidad de hacerse presente.
Por eso tiene sentido que Gonzalo Winter haya puesto esta idea en el centro de su proyecto presidencial. No lo hace desde el miedo ni desde el castigo. Lo hace desde una convicción profundamente democrática: la tranquilidad no puede depender del ingreso ni del barrio. Tiene que ser una garantía compartida, construida con inteligencia institucional, inversión pública y cercanía política.
Hablar de seguridad, entonces, es hablar de algo más que patrullaje. Es hablar de convivencia, de prevención, de justicia cotidiana, de espacios públicos activos y de redes comunitarias fuertes. Porque lo que muchas veces altera la tranquilidad no son los grandes delitos, sino los ruidos que no se atienden, los conflictos entre vecinos que se arrastran, las calles mal iluminadas, los espacios abandonados.
La propuesta de Gonzalo Winter lo aborda con claridad: recuperar casas abandonadas para devolverlas a la comunidad; crear unidades de intervención social que lleguen junto con la policía, no después; establecer un estándar mínimo de inversión en seguridad para todas las comunas, sin importar su nivel de ingreso; y generar redes de apoyo temprano para niños, niñas y adolescentes antes de que el delito se vuelva su única opción.
Desde mi experiencia como concejal, sé que la vida tranquila no se decreta. Se construye, paso a paso, cuando las instituciones hacen bien lo que les toca. Cuando el municipio responde a tiempo, cuando se cuida la infraestructura urbana, cuando se media un conflicto antes de que escale. Pero también sé que el trabajo local no basta si no hay un marco nacional coherente y una política pública que entienda la seguridad como un derecho, no como un favor.
Y eso es precisamente lo que hoy tenemos sobre la mesa: una propuesta que no promete soluciones mágicas, pero que combina planificación, datos, coordinación institucional y una mirada territorial realista. Una política de seguridad que no busca imponer, sino sostener condiciones de vida dignas, estables, compartidas. Porque al final, la vida tranquila no es una meta menor. Es un horizonte justo. Es cuando no todo es una urgencia. Es cuando el miedo no organiza el día. Es cuando los problemas se enfrentan antes de que se agraven. Y es cuando el Estado no llega a intervenir, sino a acompañar.
Ese es el país que vale la pena construir: uno donde la tranquilidad no sea un privilegio ni una excepción, sino la forma habitual en que compartimos lo común.
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