Ya no quedan artistas de su tipo, se los han llevado las amargas contradicciones de este siglo. Ya casi no se construyen canciones sobre textos de inspiración poética e ideas inteligentes, donde el “qué decir” supone el estro vital para un cantautor que engancha a su público en forma imperecedera, a pesar del paso del tiempo y de la distancia, que entraña la historia de los éxitos viejos.
Pero ahí están todavía, convertidos en clásicos de la canción, escuchadas hasta el cansancio desde los años 60 hasta bien entrados los noventa, despidiendo una época que se transformó definitivamente en la era fría de los dispositivos y la red.
En los oscuros rincones de los muebles de la casa de los papás podemos encontrar un disco 33 girando en torno a esas inmortales melodías, vestidas de exquisitos arreglos orquestales, pero de una sinceridad al servicio de mensajes profundos y perdurables, que se conectan con nuestras propias historias de amor, amistad o soledad, con la humanidad de antiguos viajeros del mundo de la poesía y la canción.
Su voz firme, fuerte, aunque serena, su estampa de hombre bueno alejado de artilugios inútiles, hechizado por la trashumancia de su verso inspirado.
La versatilidad de sus canciones lo hizo desplazarse con la misma convicción y calidez entre la Violeta, Atahualpa y Facundo Cabral, musicalizando a Machado y a Hernández para Serrat y compartiendo los más variados escenarios hispanoamericanos con cuentos, humor y nostalgia.
Con la partida de José Alberto García Gallo, desaparecen no sólo los albertocorteces de las últimas décadas, como antes desaparecieron los leonardofavios, los moduños, cabrales y moustakis; desaparece una forma de sentir la canción popular verdadera, lo que constituye sin duda, su gran legado.
Como decía el nacido en el carrizal de La Pampa, “A mis amigos legaré cuando me muera / mi devoción en un acorde de guitarra / y entre los versos olvidados de un poema / mi pobre alma incorregible de cigarra”.
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